martes, 25 de enero de 2011

La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon


La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon

Por Betuel Bonilla Rojas

El escritor español José Ovejero, en su magnífica poética sobre el cuento, afirma que la confusión siempre dio mejores frutos literarios que las convicciones. Magnífica aproximación a esa zona oscura que nos deja todo objeto artístico, a ese límite místico, grisáceo, que hace, justamente, que el arte sea eso y no mera artesanía. Y traigo esto a cuento porque algo así, más o menos, se siente al leer La subasta del lote 49, la aplaudida novela del enigmático escritor estadounidense Thomas Pynchon. Digamos que es algo parecido a la primera lectura que hacemos de novelas como El sonido y la furia, de William Faulkner, que parecen tener un candado de desciframiento en el cual ensayamos varias llaves, vamos por una, por otra, y de repente aparece la justa como una revelación, una epifanía. Y entonces somos felices por el descubrimiento de la clave.
El solo mito de un Pynchon acuartelado en las mazmorras de su propia ergástula desde la cual elabora novelas geniales hace que la curiosidad lleve a buscarlas y a leer. Es posible que, por cualquier razón que hayamos llegado a La subasta del lote 49, y leído el primer capítulo, se tenga la sensación, Bloom mediante, de haber hecho un recorrido por un sendero tortuoso en el que no tenemos claves a mano. Es decir, hemos sido vulnerados en nuestra buena fe de de lectores seguidores de una trama algo clara y sencilla. Harold Bloom, por ejemplo, afirma: “Mi primera lectura de La subasta del lote 49, sin embargo, fue exasperante; a la segunda el libro hizo presa de mí, de repente, y desde entonces no me ha soltado. Por eso insto a los lectores que no lo conozcan a empezar leyendo el libro dos veces seguidas (las cursivas son de Bloom).
Y buena razón tiene Bloom. Él, tan amante a la cábala, intenta desde esta orilla dar con algunas pistas mínimas, algún terreno seguro donde pisar, aunque insiste en la idea de la conjetura. Un lector desprovisto de esta opción debe andar casi a ciegas por la trama, buscando en este periplo de la protagonista, Edipa Mass, algunas coordenadas. Por supuesto, como novela de personaje, La subasta del lote 49 empieza con el personaje principal puesto en situación, casi a la manera canónica del cuento: “Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había quizá demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Mass se enteró de que la habían nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez (…)”.
Aventuro que más parece inicio de cuento que de novela, si es que acaso existen esas formas canonizadas de empezar un género cualquiera. El personaje, que presumimos lleva una vida tranquila, vuelve de divertirse y de repente algo le trastoca la existencia. Luego, la novela entra abruptamente en la vida de ella y de otros personajes, cada uno con una personalidad tan extraña que más parece un cuadro de enfermos siquiátricos deambulando por callejones sin salida. La propia Edipa, poco a poco, va desnudando sus manías y excentricidades, no está exenta de lo que le ocurre a los demás. O, muy posiblemente, sea ella, mediante su punto de vista, la que hace que todo se aprecie de esta manera y no de otra.
Quizás en estos pasajes el lector ubicado por fuera del contexto de la novela, varios pueblos de California, Estados Unidos, siente que le han escamoteado parte del encanto de la misma: el pintoresquismo de los nombres, las acciones y los oficios de cada uno de ellos; las formas de relacionarse, no siempre a través del lenguaje articulado (de hecho los símbolos son graficados en paredes y partes del cuerpo de los hombres, y de ahí el énfasis de Bloom en la cábala); las simpáticas organizaciones que cunden en el lugar, tanto en sus nombres como en sus preocupaciones sociales, en fin, mucho de lo que nos estamos perdiendo.
Porque, vuelvo a Bloom, parece que buena parte de su encanto tiene que ver con ese territorio ignoto en el que cada cosa tiene su carga de humor, aun dentro de la típica sordidez tan genuinamente gringa, o quizás por eso mismo. En todo caso, Edipa (versión femenina del héroe sofocleano que busca la verdad), su chiflado marido, el locutor Mucho, sus compañeros de trabajo, o sus amantes ocasionales, entre los cuales ha estado, en un pasado no muy lejano, el propio hombre que la nombra albacea de sus bienes, Pierce Inverarity, pertenecen al grupo de personajes que andan por el mundo buscando algún sitio, por abstracto que sea, en el cual guarecerse. Y para eso se inventan los más extraños movimientos, como los viajes nocturnos de Edipa por una San Francisco cosmopolita que le guarda una sorpresa en cada rincón.
Lo inconcluso del final, esa escena abierta de una Edipa en espera de desatar el escándalo mayor en el momento de subastar el lote 49, supuestamente embarazada de no sabe quién, se antoja como la metáfora del ser desarraigado de la seguridad de sus sentimientos, más que de la geografía. Porque si algo conmueve, aterra, aun dentro de su más burdo patetismo, casi de caricatura, son esos lazos fugaces que van creando los personajes, su enfermiza manera de ir creando organizaciones para buscar refugio en ellas. Y así, todo está caricaturizado. Pero resulta que las buenas caricaturas siempre dan cuenta, entre el sarcasmo y el dolor, de lo mucho que cuesta llegar a sentirse bien con uno mismo
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viernes, 7 de enero de 2011

La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall


La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall: un mundo atroz en el que el lector se muere de risa
Por Betuel Bonilla Rojas

Si una de las aspiraciones más legítimas de la buena novela, al menos como la concibieron los escritores del siglo XIX (que es para mí la genuina forma de la novela), es la de la totalidad, sin duda alguna que La vida milagrosa de Edgar Mint, del escritor de Arizona, Brady Udall, cumple este propósito a cabalidad. Y esto nada tiene que ver con las casi cuatrocientas páginas de divertidos y a la vez infames episodios que le suceden al protagonista. Tiene que ver, más bien, con ese amplio menú de experiencias humanas, de pequeñas pero resonantes catástrofes, que corren paralelas a las peripecias de este personaje: amor, soledad, orfandad, deseos de vivir, búsqueda de los suyos, muerte… son las tantas caras de este novela deslumbrante en la que, al abrir una página, cualquier cosa puede suceder.
Edgar ha sido dotado desde los siete años de un don que le permite contemplar todo lo que sucede a su alrededor de otra manera: “Si pudiera deciros una sola cosa acerca de mi vida, sería ésta: tenía siete años cuando el vehículo del cartero pasó por encima de mi cabeza”. Este acto providencial, que tuvo en vilo a Edgar durante ocho meses, que aterraría al más indiferente de los seres humanos, opera en él una mutación similar a una especie de revelación mística. En adelante, Edgar va ser una suerte de testigo presencial de hechos que tienen de común justo eso que ya se mencionaba, que arropan al ser humano en sus múltiples apariencias.
A Edgar le sucede todo lo más que un ser humano puede soportar. Es una especie de niño-hombre que encierra en sí mismo la desbordada capacidad del hombre para aguantar lo divino y lo humano. Sin embargo, frente a tantas adversidades, en muchas de las cuales se juega la vida, Edgar sale indemne, con una sonrisa en los labios, algo de sangre y uno que otro hueso roto. En Edgar hay algo de redentor, de capacidad ilimitada de acumular sufrimientos para que la humanidad note lo mal que anda, para que se espabile a ver si algo aún se puede recuperar. Pero Udall, conocedor de la técnica de la sugerencia y la sugestión, nunca mezcla una opinión al respecto. Por el contrario, Edgar, narrador escritor de eso que cuenta, sufre permanentemente desdoblamientos de personalidad en los que él es y no es el propio Edgar. De esta manera, sin apelar a la omnisciencia narrativa, recibimos pinceladas de un análisis y unas opiniones elucidatorias que provienen quizás del Edgar que, a los veintiocho años, ha visto morir a todos sus amigos y enemigos y ordena todos esos papeles que a la postre constituirán la novela.
Edgar Mint, como personaje, viene de una larga tradición de pequeños héroes ejemplarizantes que bien pueden tener sus antecedentes más lejanos en los pícaros no evolucionados del Siglo de Oro español, que hicieron tránsito por las novelas de Dickens y que aterrizaron en el mundo moderno bajo los nombres del Holden Caulfiel de Salinger, del Walter Claireborne Rawley, de Paul Auster, del Tobías Wolff auto-referenciado en Vida de este chico, hasta el caso posterior del Oscar Wao de Junot Díaz.
¿Por qué no se agota esta raza de niños tercos y simpáticos, como Edgar Mint, a los que el mundo, en cada nuevo fracaso, va dotando de una coraza impenetrable al desistimiento? Quizás porque ellos, sólo ellos, son capaces de ver el mundo en su real cara. Casi siempre, en primera persona, relatan, entre el pudor, la desfachatez y el cinismo (nada más contrario pero más efectivo) todas las lacras que azotan como plagas a un pueblo determinado. Si se miran en conjunto, geografía tras geografía, época tras época, lo que ellos hacen es nada más testimoniar lo mal que anda el mundo, lo propensos que estamos los seres humanos a depararnos el odio y el olvido entre los miembros de la misma especie.
Si por algo lucha Edgar, justamente, es por no dejar que las cosas caigan en el olvido. No está lo que se dice bien de la cabeza (el golpe le ha dejado secuelas), pero a pesar de esto su única meta es reencontrarse con ese pasado en el que están su alcohólica madre, Gloria, su también alcohólico amigo Art, a quien conoce en el bloque de los ‘accidentados’ del hospital, o a ese cartero que carga infinitamente con la culpa de creer haberlo matado cuando su jeep le destripó la cabeza.
Así, Edgar se las arregla para hacer de la escritura una manera de no echar todo en el saco del olvido. Sabe que escribir es la mejor manera de preservar la memoria, sobre todo la memoria de esos pueblos ya extintos como el suyo, el de los apaches del Oeste norteamericano, del que acaso él es su escribidor final. Lentamente, estación tras estación, revelación tras revelación, Edgar va ampliando ese legajo maravilloso que son las memorias de Edgar Mint, del lacerado Edgar Mint. Quizás, en últimas, no son tanto las memorias del joven Edgar hecho adulto a porrazos, sino más bien la memoria de una humanidad entera que prefiere olvidar, por mutua conveniencia, sus más arraigados episodios.
Cuatro capítulos, cuatro momentos de la vida de Edgar por las distintas etapas del acontecer de cualquier persona de su edad. La vida milagrosa de Edgar Mint, quizás la más divertida y sobrecogedora novela que haya leído en mucho tiempo.

Brady Udall. La vida milagrosa de Edgar Mint. Traducción de Jordi Fibla. RBA Libros. Barcelona. 2002: 379 Págs.