lunes, 6 de junio de 2011

Las múltiples derrotas de don Tomás Carrasquilla

Por Betuel Bonilla Rojas

Un escritor es un ser querido, es un amigo, un compañero, un maestro, un revelador, un consuelo, un alma que se comunica con todas las almas. Tomás Carrasquilla


“¿Por qué he de ser el menos en este centro de arte y ciencia? ¿Seré yo, por desgracia, la ficha más triste de tantas loterías? No tal: que voy a opinar también; a echar mi cachito de conferencia; a usar del sacrosanto derecho de meterme en arquitrabes, que con tanta sabiduría consagraron nuestros licurgos” (1906: 473).


De esta forma inicia don Tomás Carrasquilla sus recordadas “Homilías”, acaso el texto en el cual el maestro, preso de una gran iracundia y en abierto debate con su amigo Max Grillo, decidió plantear con mayor riesgo sus postulados teóricos sobre la escritura y el arte en general. Y es que, poco más o menos como se sentía don Tomás, se debe sentir un comentarista al intentar penetrar en la obra de quien hoy es señalado, en Colombia y algunas otras regiones de América Latina y del mundo, como una de los talentos narrativos más sobresalientes de finales del siglo XIX y comienzos del XX, es decir, como uno de los mayores talentos cuando de contar historias se entiende.


De esta forma, indudablemente situado en la línea de muchos críticos, hay que sugerir la tesis inicial de que don Tomás, con los oídos puestos en la oralidad y los ojos y la razón en la escritura, procedió en sus escritos a domeñar a sus lectores usando viejos recursos de la oralidad, del encantamiento a través de la simple palabra. Así, como quien no quiere contar la cosa, determina un hilo conductor para cada una de sus novelas, sus pequeñas crónicas y sus cuentos, y los va desglosando, incurriendo, casi siempre, en sabrosas y reiteradas digresiones en las cuales aparece quizás toda la gracia y el salero de su prosa.

De otro lado, a veces sin dar la impresión de querer hacerlo a voluntad, don Tomás experimenta tal emoción en sus escritos, tal capacidad de penetración en el alma humana, que es por demás inevitable que estos se tiñan de una socarronería adolorida, de una felicidad y una ferocidad en las cuales se ponen a rechinar los dientes porque se presume que nunca será definitiva la dicha. Sus personajes, sean niños, niñas, jóvenes, jovencitas, mujeres u hombres mayores, enfrentan el mundo con una entereza en la cual, al otro lado, y luego de épicas o inanes batallas, espera la derrota. Y esta emoción es otro de sus grandes aciertos, pues de allí surge la energía creadora suficiente para levantar, entre el agreste camino antioqueño, en especial el de su pueblo natal Santodomingo, los que serán algunos de los personajes más queridos en nuestra literatura. El propio don Tomás sabe de la importancia de la emoción en el instante de la creación:

Es que para producir la obra estética no bastan las argucias del intelecto, ni los recursos de la fantasía y de la forma: es indispensable un elemento emocional verdadero y personal; una sinceridad absoluta en las impresiones que se pretenda manifestar (1906: 484).


Y más adelante:


Un poeta es un actor cantante que representa en unas páginas su propio drama. Es un compositor que vierte en el pentagrama de una cuartilla la armonía que oye dentro sí. Desde que tenga corazón, cante y represente y componga lo que se le antoje. En el sentido ideológico y en el sentimental, puede fingir a su albedrío: para eso es la fantasía. En el sentido emocional, no tiene riesgo. No lo intente: el corazón no se puede engañar, porque es la conciencia (1906: 500).

Un tercer aspecto en el cual hay que salir en defensa de don Tomás es en lo que concierne a su inclusión en éste o aquél movimiento. Desde luego que la necesidad académica de periodizar la literatura para poderla asir con mayor precisión es cuando menos aceptable, pero no lo es la taxonomización que se adelanta al análisis literario. El procedimiento, si es que existe, debe ser al contrario. De esta forma, los más, han querido hacer de don Tomás una especie de escritor costumbrista a las malas, como si sus caracteres fueran posibles sólo dentro de eso que don Luis Eduardo Nieto Arteta consideró la geografía del prohombre antioqueño. Claro, de costumbrista hay mucho en él, pero este costumbrismo lejos está del inventario del acontecer pintoresco, de ser un espejo narcisista del amanecer y el anochecer de la comarca. Por el contrario, y en esto nos echa una enorme mano el lenguaje tan rico y variado de sus criaturas, el arraigo a ciertas costumbres, a cierta manera de asumir el mundo, es acaso la forma en que el ser antioqueño de la época ―eso en algo toca a don Tomás―, asume su condición de ser humano, de reducido habitante de un solo espacio del globo. Ahora, lo que hay en él de reducidamente costumbrista es una marca de estilo, una consciencia que viaja con paso firme hacia una meta definida:


Mi ideal es muy claro, Maximiliano: obra nacional con información moderna; artistas de la casa y para la casa. Yo sueño con un 20 de julio literario. ¿Cómo no? Independencia absoluta de todo país extraño… y que vengan pacificadores (1906: 533).


El simple aspecto del lenguaje regional, mencionado en primera instancia como una de sus mayores virtudes, ha sido ampliamente seguido por críticos y analistas. Kurt Levy, por ejemplo, en su libro Vida y obras de Tomás Carrasquilla, afirma:

Su lenguaje muestra la fascinadora fusión de lo literario y lo popular. Puede producir, con la mayor facilidad, todo el registro de teclas lingüísticas para una deslumbradora descripción de los fenómenos naturales o psicológicos (…), mostrando su soberana maestría en el manejo del tesoro tan celosamente guardado por augustos académicos. También puede, con igual facilidad, reproducir el lenguaje del hombre común y escuchar los latidos de su corazón, mientras observa sus labios (…) Las inevitables consecuencias de tan exacta reproducción del lenguaje hablado son, naturalmente, la falta de sintaxis y el frecuente descuido de las normas gramaticales (1958: 210).


Acto seguido, Levy se dedica a rastrear la forma en que Carrasquilla hace uso de esa virtud por él referida. También Baldomero Sanín Cano, en una breve nota que titula a secas “Tomás Carrasquilla”, afirma lo siguiente:


Desde sus primeros trabajos hizo patentes en narraciones cortas su afecto a los humildes, su admirable poder en la descripción de las costumbres y ambientes de las clases desfavorecidas y su profundo conocimiento del lenguaje usado en esos medios. Ya desde entonces se podía augurar que con él tendría la región un estilista de gracia y fuerza superiores (1977: 437, 438).


Baldomero Sanín Cano apunta en su breve nota a dos de los aspectos ya señalados, y abre otra perspectiva de análisis en donde hay aún un terreno inexplorado, el de Tomás Carrasquilla como una especie de condolido testigo de los sufrimientos de una clase, o de una etnia específicas, lo cual lo adelantaría a los escritores tan usuales en aquellas décadas en las que la literatura se convirtió en vehículo oficial para la toma de conciencia. Don Tomás asume en este tipo de obras una abierta vocación de partido, de la cual se podrían poner en evidencia muchas marcas textuales, especialmente en sus novelas Frutos de mi tierra y La Marquesa de Yolombó.


Sin las pretensiones maniqueas presentes en cierto tipo de narradores costumbristas y realistas, la obra de Carrasquilla abunda más bien en personajes luchadores, idealistas, empecinados que defienden un propósito a ultranza, bien sea éste de índole lúdica, política, religiosa, de amor por algo por conseguir o de creencia metafísica. Escasean, aunque los hay, personajes situados en una sola cara del ser humano, digamos, sucesores del repudiado Yago de Shakespeare. Tal vez el farsante Fernando de Orellana de La Marquesa de Yolombó, al que no se le conoce un solo gesto que implique sinceridad, ni una sola emoción verdadera, o la entrometida Quiterita de El padre Casafús, quien hasta el final y pese al cambio de rumbo de su aliado Efrén, intenta dañar la imagen del santo cura acusándolo de rojo y liberal. En el medio, variopintos personajes que se mueven con soltura entre comportamientos que van desde los más absolutos caprichos a posiciones equivocadas que nunca dejan de ser transitorias. La mayoría, y esto es lo que se merece destacar, están del lado del ideal humano de alcanzar un mejor fin en cualquier actividad que emprendan. En todos está, noble o irrisoria, la fidelidad a una idea primaria.


En “Simón el mago”, aquel simpático cuento de reminiscencias que sirvió a Carrasquilla para ingresar a “El Casino Literario”, el selecto grupo de literatos de Medellín, en 1890, un jovencito se da a la delirante empresa de aplicar las ideas que la criada Frutos ha puesto en su cabeza. Con el tono de auto-burla, constante cada vez que los personajes hablan en primera persona en las obras de Carrasquilla, el jovencito Simón da cuenta de todo lo importante que resultaba la tradición oral para ellos. Frutos, que es casi como su madre, pero negra, le ha metido la idea de que se puede llegar a volar, como las brujas. Él, junto a su amigo Pepe, intentan alcanzar altura pero sufren las consecuencias de tan desproporcionada empresa. Al final, se concluye con una frase que perfectamente puede ser aplicada a cada uno de los personajes de Carrasquilla empeñados en diligencias de largo aliento: “―Sí, mi amiguito, todo el que quiere volar, como usted… ¡chupa!” (2008: 49).


También a esa tradición de sueños frustrados y herencia picaresca pertenece el cuento “San Antoñito", escrito por Carrasquilla en 1899. Acá, son la pobre Aguedita Paz y las hermanas Doña Pancha y Fulgencita ―todas beatas consumadas―, en momentos distintos, las que sucumben en la empresa de hacer de Damiancito Rada un santo. En esa enmienda han metido todos sus sueños: “En quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante” (2008: 62). Al final, con el olor de santidad perdido para siempre entre los cálidos brazos de la criada Candelaria, la empresa de las mujeres beatas ―la instrucción divina de Damiancito― se deshace por los actos innobles de esta especie de "tartufo moderno", como lo ha bautizado Kurt Levy.

En el cuento “El ánima sola”, escrito en 1898 y al que Carrasquilla puso el subtítulo de “Traducción libre del pueblo”, en una clara alusión al influjo de lo oral en su escritura, se ve el descalabro de una empresa noble que iba muy bien hasta que las lenguas maledicentes se encargaron de insertarle un catastrófico pero. Un caballero noble español ha puesto toda su vida al servicio de un hijo que tarda en llegar pero que, una vez presente, se anuncia como su digno heredero. A este hijo, Timbre de Gracia, por voluntad y diligencia del padre, le espera un futuro promisorio de la mano de una gran fortuna y de una mujer bella y de abolengo, Flor de Lis. Pero ―siempre un pero― el licenciado Reinaldo, gran amigo del joven, se encarga de sepultar con una sola palabra el denuedo de tamaña idea. Caídos todos en desgracia, la segunda mitad del cuento es nada menos que el doloroso testimonio de lo mal que pueden acabar algunos proyectos cuando estos tienen opositores que suelen tener el nefasto poder del convencimiento mediante la cizaña creada por la lengua. Al final del cuento, entre aullidos de tristeza de los perros, se refuerza la idea de algo fallido en la vida de todos los hombres, representados en el pobre Timbre de Gracia.


En “En la diestra de Dios Padre”, escrito en 1897, Carrasquilla apela al personaje de Peralta para torcer, acaso en una de las pocas veces, el destino fallido de una de sus creaciones. No obstante, todo el cuento es la empresa enjundiosa, paso a paso, de Peralta por hacerse a un lugar a la diestra del Dios Padre, lo cual consigue al final. Pero esta tarea no está exenta de malos momentos y de tentaciones que buscan alejarlo del cometido final. Incluso, la Muerte se aparece con toda su fiereza y Peralta, con la mirada puesta en la perspectiva, se las arregla para darle su escarmiento.


En “El rifle”, un cuento escrito por Carrasquilla en 1915 y en el que aparece por primera vez un escenario bogotano como telón de fondo de la historia referida, la tristeza proviene de otra tragedia. En este caso, dada la brevedad del cuento, no se advierte una meta que tenga la voluntad humana como propósito, pues el niño escasamente vive el día a día sin mayor conciencia del futuro. Es una mera coincidencia navideña la que hace que este pobre niño, Tista, crea acabada su infelicidad de la mano de un noble y enigmático caballero y de un rifle que éste le regala. Pero la madrina da al traste con los sueños del niño y el cuento termina con una clara queja, casi un ruego, en la cual se presiente una continuación sin muchas esperanzas. Lo de Tista es la prueba de que la felicidad, para Carrasquilla, era una especie de breve momento que había que disfrutar a plenitud.


En El Padre Casafús, una novela corta escrita en 1899, son la terquedad y el tesón del personaje protagonista, el Padre Casafús, los que lo llevan a un desenlace nada satisfactorio, no tanto para él como para quienes lo ven como una especie de ser superior dotado de una enorme fuerza de voluntad. Hombre de ideas firmes y caritativo a más no poder, su empresa colosal es nada menos que la de detener la violencia bipartidista, aun por encima de los discursos incendiarios de la Iglesia y otros sectores conservadores de la sociedad. En esta tarea pone Casafús todo su empeño, todas sus fuerzas, toda su dignidad, y cuando, al final, algo parece haber logrado, sobreviene la muerte y muy posiblemente el final de su sueño: “―No me diga más ―exclama ella, mirando el cielo al través de sus lágrimas―. ¡Murió de hartura! Se le veía” (2010: 173).


Es posible que Casafús no haya muerto de hartura, que sería algo así como un tedio surgido de la incomprensión, sino que haya optado por concluir que su empresa no era posible entre aquellas personas dadas a “pararle bolas” a las habladurías. Es un derrotado, a su manera, pero su derrota no tiene que ver con un dejarse morir cruzado de brazos, sino con su aliento vital empeñado hasta el final en cada una de sus acciones. Cuando Milagros retorna con la buena nueva de su restitución como prelado, Casafús no alcanza a enterarse de la noticia, es decir, del triunfo de sus ideas, y muere, en absoluto desconocimiento de esto, como una especie de héroe a mitad de camino.


Casafus, en mucha mayor medida que la Bárbara de La Marquesa de Yolombó, es quizás el personaje de Carrasquilla que con mayor lucidez asume los retos que lo hacen un hombre de nobles propósitos para toda la especie:


Guerras de religión ha habido muchas, padre Vera, pero la sangre derramada en esas guerras, lejos de extinguir la herejía y el terror, los han exaltado más y más con el odio de secta: por diez herejes exterminados, ciento heredan la herejía y con la herejía el rencor. Es que las ideas no se acaban a cañonazos ni se propagan a bayoneta calada: los misioneros cristianos no usan más arma que su palabra; oponen la idea a la idea (2010: 146).


La joven Ligia Cruz, que da nombre a una pequeña novela que carrasquilla publicó en 1920, se incluye dentro de esa gama de registros femeninos que tanto gustaban al antioqueño. En una puesta en balanza de masculino-femenino en la obra del maestro, las mujeres son, con excepción del Padre Casafús, las que acometen tareas más ambiciosas y de manera más consciente. De por sí, Ligia Cruz es, de entrada, una “soñadora desequilibrada” (1997: 97). La joven, que ha mutado por su llegada a la cosmopolita Medellín de Petrona a Ligia, sucumbe en su ambicioso cometido de hacerse una dama de ciudad. El aliciente que la eleva a ella como criatura surgida de la pluma de Carrasquilla no por individual termina siendo menor. Levy (1958: 158) la ve como una especie de Emma Bovary antioqueña, embebida todo el tiempo en novelerías mujeriles. El rechazo que le ha infligido su propia familia en Medellín no dista mucho del que sienten los otros personajes interesados en propósitos colectivos, esto es, Bárbara y Casafús. Su derrota, su muerte final, es tan triste y lúgubre como el de ellos porque finalmente lo que muere es la esperanza de un ideal. También, como en Frutos de mi tierra, el fracaso de Ligia es una especie de metáfora de lo imposible que resulta conciliar la vida del campo con la de la ciudad. Perfectamente, a contrapelo, pudiera surgir una tesis adicional en el que, con una marca clave darwinista, los personajes de Carrasquilla pelean entre sí y sólo sobreviven los más fuertes, que no los más nobles.


En Dimitas Arias, otra pequeña novela publicada en 1897, Carrasquilla nos muestra la ardua misión de un hombre comprometido con la creación de una educación ideal, algo que también va a heredar Bárbara en La marquesa de Yolombó. De los tercos de Carrasquilla, acaso merezca Dimitas el pedestal mayor. Levy dice que es “la trágica historia de ‘el maestro sin discípulos’” (1958: 146). Convertido en profesor por una calamidad que enfrenta, pero con el alma aún sana y robusta, se le encomienda la loable misión de salvar otras almas a través de la instrucción. Y él se toma esto tan a pecho que en adelante consagra cada instante de su vida, cada latido de su corazón, a fortalecer su proyecto. Despojado al final de su único motivo, su escuela, Dimitas es relegado a la locura y a un rincón en el que es hallado muerto, abrazado a una mazorca. Criatura rigurosa y de ideas férreas, Dimitas es uno más de los personaje de Carrasquilla que al final de su vida observan, con dolor, que las buenas faenas no duran para siempre.


Salve Regina es una novela también corta publicada por Carrasquilla en 1919. La protagonista, una mujer de diecisiete años, de "ojos soñadores" (2008: 304), dedica toda su vida a la esperanza de un amor personificado en la figura ambigua de Marcial. Historia de un amor obsesionado que acaba en desgracia, el leit motiv de esta novela es el proyecto trunco de una relación sentimental:


Postrada de hinojos, entre lágrimas y suspiros, con fórmulas truncas y jaculatorias improvisadas, pidió y pidió a su Virgen predilecta. Y, pues era el refugio de los pecadores, acogiese bajo su manto al extraviado y se lo devolviese digno y merecedor de una mujer pura; o, de no, que arrancase de un corazón, hasta entonces limpio, eso que iría a mancharlo irremisiblemente (2008: 308, 309).


En esta novela Carrasquilla acuña la frase que va a envolver a todas sus criaturas que aspiran a un destino superior: “Nada irrita tanto a los pequeños como la presencia inmediata de la superioridad” (2008: 316). Regina, superior espiritualmente a los demás, cae desde lo más alto porque su ascenso es imposible de percibir desde abajo.


Sin duda alguna que un Carrasquilla más maduro es el que asoma en La Marquesa de Yolombó, novela que se publica por entregas en 1926. Ambientada en plena época de la Colonia, salta muy pronto a la vista la noción harto repudiable de que en ninguna época los seres superiores han sido comprendidos. Con apenas dieciséis años, y en un mundo en el que las mujeres blancas están relegadas al papel de meras figuras decorativas de la casa, Bárbara Caballero da el salto hacia un mundo de obligaciones y deberes compartidos, de respeto por la dignidad del ser humano, de educación para todos y de buena calidad. La Marquesa quiere cambiar absolutamente todo ese orden tan genuinamente antioqueño:


El hombre se identifica, más que con su nación, con su terruño nativo; más que con éste, con su barrio; más que con su barrio, con su casa; más que con ella, con el gabinete particular donde vive” (Sin año: 69).


Bárbara es una adelantada para su época, de ahí que muchos, especialmente los hombres de Yolombó, vean con desconcierto cada uno de sus actos, cada uno de sus proyectos. Los que no, como La Coyubra y algunos personajes manipulados por ésta, la detestan porque no encaja en el entorno mediocre en el que viven. Pero como está declarado que en la obra total de Carrasquilla la felicidad es si acaso prestada, pronto aparece el embaucador Fernando de Orellana y la Marquesa, no tanto por ella como por dar pábulo a los consejos de sus seres queridos, emprende otra empresa que la desborda como habitante de la aldea. Y entonces muere, tranquila de tan derrotada, de la manera más común y corriente: “Cierra los ojos con beatitud; y el sueño de los sueños la dobla, en los brazos del Señor” (Sin año: 343).


Rafael Humberto Moreno Durán ha dicho de esta muestra mayor de la lucha emprendida por los personajes de Carrasquilla:

Yolombó se convierte en una escuela dirigida por la heroína, que de discípula metamorfosea en maestra: Bárbara et magistra. La mujer que extrae oro de las minas extrae también luz de los cerebros dormidos de las gentes del pueblo (1993: 527).

Kurt Levy, a su vez, afirma:


Dondequiera que Carrasquilla afronta los problemas sociales, se destaca un punto de vista democrático y una convicción de que la aristocracia del nacimiento o la del dinero debe ser reemplazad por la del mérito (1958: 74).


No obstante esta afirmación bastante oportuna del crítico, Carrasquilla tenía claro, y eso se evidencia en los rasgos biográficos que el propio Levy aporta, que no siempre el mérito moral y ético era suficiente para cosechar dividendos en cualquier orden. Sanín Cano habla de una cierta amargura de don Tomás en el momento de su muerte, acaso, manifiesta, porque también él asumió al final de su vida el gesto acibarado del derrotado, de aquel que lo ha dado todo y no ha recibido mayor cosa.

Quizás en un par de frases del antioqueño se resuma ese sinsabor tan involuntario pero tan reiterado en el que suelen incurrir los finales de todas sus criaturas. Llevadas por un plan que lentamente se va derrumbando, la postración que a la mayoría espera tiene el sabor amargo de las aceitunas largamente sumergidas en ginebra:


El hombre rompe los grillos y las cadenas que lo atrincan; demuele las bastillas; inmola los conserjes; pero queda prisionero en las telarañas del amor propio y de la vanagloria (2008: 524).


Aún viniendo del propio autor, y siendo los Alzate de Frutos de mi tierra, y los Caballero de La Marquesa de Yolombó, plenamente conscientes del poder destructor de la vanagloria, desobedecieron al maestro y confundieron la vanidad con la felicidad, la dicha con las desmedidas ilusiones, y fueron, tal vez como Carrasquilla en su natal Santodomingo, figuras perdidas en el terreno de la más burda incomprensión.


Bibliografía


Arroyave, Claudia (2008). El pueblo de las tres efes. Hombre Nuevo Editores. Medellín

Carrasquilla, Tomás (2007). Ligia Cruz. Norma. Bogotá.

________________ (2008). Obra escogida. Universidad de Antioquia. Medellín.

________________ (2010). Cuentos. Alfaguara. Bogotá.

________________ (sin año). La Marquesa de Yolombó. 2ª Festival del Libro. Bogotá.

________________ (1972). Frutos de mi tierra. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá.

________________ (1958). Vida y obras de Tomás Carrasquilla. Bedout. Medellín.

Moreno Durán, Rafael Humberto (1993). “La Marquesa de Yolombó”. En: Manual de literatura colombiana. Tomo I. Procultura. Bogotá.

Sanín Cano, Baldomero (1977). “Tomás Carrasquilla”. En: Escritos. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá.