sábado, 17 de diciembre de 2011

El tiovivo, de Betuel Bonilla Rojas

El tiovivo


Tirando del pantalón de su padre el niño rogaba para que lo llevaran hacia donde estaba el tiovivo. Había llegado la hora de los gritos y los golpes de todas las tardes, y los padres sentían algo de culpa por el gesto que se había dibujado en la cara de su hijo. Conocían ese parque y esa diversión como la palma de su mano, pues siempre se repetía el ritual de gritos, golpes, culpas y parque. Pero ese día el niño había sido muy, muy insistente. Entonces el padre lo echó sobre su espalda antes de la hora, lo dejó sobre el caballito y volvió ante su esposa para acabar de reprenderla. El niño, a horcajadas, picaba los ijares del caballito con mucha fuerza. “Arre, arre, caballo”, le decía con la boca en línea recta, “Arre, caballo, anda lo más rápido que puedas”, y al decirlo volvía los ojos hacia donde sus padres discutían. Entonces, ante la mirada asombrada de la concurrencia, menos la de los padres del niño, que seguían diciéndose cosas muy fuertes, en voz alta, el caballo tomó velocidad, más velocidad, lanzó un bufido y todos los que estaban alrededor del tiovivo vieron cómo se soltaba de la varilla, cómo corcoveaba, cómo relinchaba y saltaba la baranda de contención, luego la reja del parque de diversiones, a un solo ritmo con el corazón del niño, y se iba, se iba, a toda la velocidad que el niño le imprimía, y éste, de vez en cuando, volteaba la cara y veía a sus padres manotear, a lo lejos, cada vez más lejos, de espaldas a un tiovivo en el que ya no quedaba nadie.