Betuel Bonilla Rojas
Cierto automatismo, cierta falta de decencia, cierto olor a ética de ciudad grande se siente en Neiva. Hace rato que Neiva dejó de ser la parroquia de veinte casas para hacer el tránsito, no siempre beneficioso, hacia una ciudad intermedia. Y esto se nota en el recelo de la gente, en la poca solidaridad que reina entre los transeúntes, en la escasa cordialidad que mora entre quienes transitan a pie, o en carro, o a caballo. Como en las ciudades grandes, en Neiva lo mejor es desconfiar de quien camina a nuestro lado, del taxi que tomamos, del dulce que nos ofrece nuestra compañera de silla. Billetes falsos, aromas deliberadamente almibarados y dulces untados de infierno rondan en cualquier esquina. En Neiva la muerte es ese algo que nos puede estar esperando en el sitio menos previsto, bajo la apariencia de una bomba, de un indigente que amaneció indispuesto o de un ladrón molesto porque sólo halló el dinero del colectivo en nuestra lamentable billetera. Del pueblo queda sólo el caciquismo, el político inescrupuloso que maneja la ciudad como si él fuera un mayordomo y los habitantes el ganado que hay que guardar después de las seis de la tarde.
Cierto automatismo, cierta falta de decencia, cierto olor a ética de ciudad grande se siente en Neiva. Hace rato que Neiva dejó de ser la parroquia de veinte casas para hacer el tránsito, no siempre beneficioso, hacia una ciudad intermedia. Y esto se nota en el recelo de la gente, en la poca solidaridad que reina entre los transeúntes, en la escasa cordialidad que mora entre quienes transitan a pie, o en carro, o a caballo. Como en las ciudades grandes, en Neiva lo mejor es desconfiar de quien camina a nuestro lado, del taxi que tomamos, del dulce que nos ofrece nuestra compañera de silla. Billetes falsos, aromas deliberadamente almibarados y dulces untados de infierno rondan en cualquier esquina. En Neiva la muerte es ese algo que nos puede estar esperando en el sitio menos previsto, bajo la apariencia de una bomba, de un indigente que amaneció indispuesto o de un ladrón molesto porque sólo halló el dinero del colectivo en nuestra lamentable billetera. Del pueblo queda sólo el caciquismo, el político inescrupuloso que maneja la ciudad como si él fuera un mayordomo y los habitantes el ganado que hay que guardar después de las seis de la tarde.
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