Betuel Bonilla Rojas
Ayer presencié uno de los espectáculos más divertidos de mi vida. Un diputado, Aurelio Navarro, jugaba a parecer serio y a hacer oposición por el simple disfrute de ser incómodo. Ni él mismo se creía eso de que los datos los había sacado de la nada, que se debían a su perfil de diputado sabueso. Eran cifras que de tan alarmantes parecían una más de las burlas e impunidades de la política. Es un chiste eso del control político, esos cubículos que simulan albergar niños aplicados. Creo que no le interesaba que se supieran verdades, sino que el pájaro sintiera un disparo de cauchera y le dejara caer un granito de arroz. Del otro lado, con chistes de pésimo buen humor, un diputado más pequeñito, conservador él, defendía a grito limpio cosas que se caían de su peso. Se notaba su esfuerzo por parecer legible e inteligente. Tenía un sonsonete de vendedor de chontaduros. En medio los otros diputados, con una incontinencia tan grave que los hacía ir al baño cada rato. Parecían compungidos con las cifras y todos juraban defender el honor de la Asamblea, el dinero de los contribuyentes. Y en medio de la furrusca irrumpía el grito de un sujeto al que llamaban Candonga, de bigotito cantinflesco y voz llorona. Decía sólo pendejadas pero todos los asistentes se reían, de tan aburridos que estaban. Hubo voces con el Presidente de la Asamblea y ganó la buena educación, la supuesta cordura. No sé en qué paró el asunto. Entendí que allí, entre risas y bravuras teatrales, el pueblo se reía, y después lloraba.
Ayer presencié uno de los espectáculos más divertidos de mi vida. Un diputado, Aurelio Navarro, jugaba a parecer serio y a hacer oposición por el simple disfrute de ser incómodo. Ni él mismo se creía eso de que los datos los había sacado de la nada, que se debían a su perfil de diputado sabueso. Eran cifras que de tan alarmantes parecían una más de las burlas e impunidades de la política. Es un chiste eso del control político, esos cubículos que simulan albergar niños aplicados. Creo que no le interesaba que se supieran verdades, sino que el pájaro sintiera un disparo de cauchera y le dejara caer un granito de arroz. Del otro lado, con chistes de pésimo buen humor, un diputado más pequeñito, conservador él, defendía a grito limpio cosas que se caían de su peso. Se notaba su esfuerzo por parecer legible e inteligente. Tenía un sonsonete de vendedor de chontaduros. En medio los otros diputados, con una incontinencia tan grave que los hacía ir al baño cada rato. Parecían compungidos con las cifras y todos juraban defender el honor de la Asamblea, el dinero de los contribuyentes. Y en medio de la furrusca irrumpía el grito de un sujeto al que llamaban Candonga, de bigotito cantinflesco y voz llorona. Decía sólo pendejadas pero todos los asistentes se reían, de tan aburridos que estaban. Hubo voces con el Presidente de la Asamblea y ganó la buena educación, la supuesta cordura. No sé en qué paró el asunto. Entendí que allí, entre risas y bravuras teatrales, el pueblo se reía, y después lloraba.
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