jueves, 23 de diciembre de 2010

Texaco, de Patrick Chamoiseau


Texaco, de Patrick Chamoiseau: Apuntes varios que conforman una gran novela

Por Betuel Bonilla Rojas

Al comienzo de la novela, como en una escena extraída de La guerra del fin del mundo, la magistral obra de Mario Vargas Llosa, un personaje enigmático hace su arribo a Texaco, un lugar del que todavía no tenemos noción. A este personaje, el narrador principal (luego sabremos que es una mujer), lo llama Cristo, y hace surgir varios puntos de vista acerca de su presencia. Excelente inicio. Tenemos el enigma vivito y de repente estamos, como en una suerte de historia universal, en los cuatro tiempos alrededor de los cuales se estructura la armazón narrativa. Tiempos de paja (1823-1902); Tiempos de madera de cajones (1903-1943); Tiempos de fibrocemento (1946-1960); Tiempos de hormigón (1961-1980).
Por supuesto, echado a andar el relato enmarcado de Sophie-Marie Laborieux, a la cual el escritor del epílogo va a llamar la “Informadora”, vamos, como lectores, a estar en sus manos, en sus palabras, en sus trucos hechiceriles de contadora de grandes historias, con minúscula. Y entonces tales palabras, relatadas de forma mágica y delirante a un personaje auto-referencial llamado Patrick Chamoiseau, como el autor de la novela, se convierten en testimonio y conjuro, en revelación e historia no oficial. Pero como la voz de la Informadora proviene del propio Texaco, de una de sus más ilustres hijas (ya para entonces sabemos que es barrio pobre construido sólo a través de sueños, una especie de gueto en el cual conviven las más laboriosas formas de la comunidad y la terquedad humana), el personaje recolector, muy hábilmente, inserta una voz neutra, de archivo, autorizada en materia arquitectónica, y de esta forma logra la perfecta fusión de los mundos que allí se encuentran. También, al final, vamos a tener la confesión de que la segunda voz no puede ser otra que la de un eminente y consecuente urbanista, en la mejor línea crítica de un Henry Lefebvre, por ejemplo. Así, se cumple en esta dirección la sentencia de Walter Benjamin de que la civilización trae consigo la barbarie.
Texaco ha sido fundada por un pueblo que se resiste al vasallaje pusilánime que proviene de las prácticas coloniales. Un pueblo entero se ha alzado contra el poder omnímodo de quienes presiden la ciudad, no la En-ville, porque ésta, afirma la lengua criolla de Martinica, es no sólo una geografía urbana fácilmente localizable, sino un contenido, un proyecto, en este caso el proyecto de vivir.
En ese sentido, cuando leemos Texaco, una bella e iluminadora novela de personaje, lo que leemos, en últimas, es la fundación mítica de un mundo, no mítica a la manera de Macondo, de García Márquez, sino mítica en la manera en que dicha geografía, con coordenadas precisas, en Fort de France, para mayores señas, se preña de la vida de cada uno de sus recientes visitantes, y de tal pulsión, de tal anhelo de vida, se va engendrando, se va moldeando el pueblo, muertos inclusive, como acaso quisieron nuestros aborígenes que se inventara el mundo entero, de la energía de muchos, de todos.
Con una magistral pericia estructural y narrativa, Chamoiseau ha construido, sin duda alguna, una novela total, total en el sentido de la novela que engulle todo lo que está a su alcance, como la coucoune de las mujeres de Martinica, que se nutre de la mejor savia de la historia no oficial ―es decir la oralitura―, de los archivos que provee la civilización, de la crítica urbanista, de la historia lineal y nada moderna de Occidente, de la sabiduría provenzal de los mentós también fundadores, del poder de conjuro de la poesía, frente a la cual se afirma que “la soledad es el tributo que deben pagar en el mundo los poetas cuyos pueblos quedan por nacer”.
Con Texaco se celebra el triunfo de la palabra que funda, que hermana, que actúa como acto celebratorio de la vida; de ahí su tono conciliador del final. Ha triunfado, sin duda alguna, el poder tribal y ancestral de la palabra.

Chamoiseau, Patrick. Texaco. Anagrama. Traducción de Emma Calatayud. Barcelona. 1994: 408 Págs.

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