sábado, 17 de diciembre de 2011

El tiovivo, de Betuel Bonilla Rojas

El tiovivo


Tirando del pantalón de su padre el niño rogaba para que lo llevaran hacia donde estaba el tiovivo. Había llegado la hora de los gritos y los golpes de todas las tardes, y los padres sentían algo de culpa por el gesto que se había dibujado en la cara de su hijo. Conocían ese parque y esa diversión como la palma de su mano, pues siempre se repetía el ritual de gritos, golpes, culpas y parque. Pero ese día el niño había sido muy, muy insistente. Entonces el padre lo echó sobre su espalda antes de la hora, lo dejó sobre el caballito y volvió ante su esposa para acabar de reprenderla. El niño, a horcajadas, picaba los ijares del caballito con mucha fuerza. “Arre, arre, caballo”, le decía con la boca en línea recta, “Arre, caballo, anda lo más rápido que puedas”, y al decirlo volvía los ojos hacia donde sus padres discutían. Entonces, ante la mirada asombrada de la concurrencia, menos la de los padres del niño, que seguían diciéndose cosas muy fuertes, en voz alta, el caballo tomó velocidad, más velocidad, lanzó un bufido y todos los que estaban alrededor del tiovivo vieron cómo se soltaba de la varilla, cómo corcoveaba, cómo relinchaba y saltaba la baranda de contención, luego la reja del parque de diversiones, a un solo ritmo con el corazón del niño, y se iba, se iba, a toda la velocidad que el niño le imprimía, y éste, de vez en cuando, volteaba la cara y veía a sus padres manotear, a lo lejos, cada vez más lejos, de espaldas a un tiovivo en el que ya no quedaba nadie.


miércoles, 19 de octubre de 2011

Taller en Sincelejo, Sucre, oct 14 y 15 de 2011





Taller en Pasto, Nariño, oct 7 y 8 de 2011



Taller en Samaniego, Nariño, oct 5 y 6 de 2011


Taller en Barrancabermeja, spt 30, oct 01 de 2011





Lo que dije en una encuesta de Napoleón Franco

Betuel, ¿usted por quién votaría?


Llamaron y se identificaron como de la firma encuestadora Napoleón Franco. Vaya uno a saber. Pudieran haber sido de una de las insulsas y despilfarradoras campañas, o del planeta Marte para saber qué opina un simple terrícola de lo mal que andan Neiva y el Huila, pues es bien sabido que en varios de nuestros opacos municipios han aterrizado ovnis. Primero me preguntaron que si pertenecía a algún partido. Creo que les dije que al partido entre Brasil e Italia en el mundial del 82, aquél que terminó 3-2. Luego, que si consideraba la gestión del alcalde Héctor Aníbal Ramírez como favorable o desfavorable. Dije que si había algo por debajo de desfavorable: pésimo, abominable, vomitable, execrable, pero esas opciones no existen en las rígidas y educadas encuestas. Luego, que dijera lo mismo sobre el Gobernador. Me gustó haberme enterado de que tuvimos gobernador en este periodo. La niña tuvo la amabilidad de darme el nombre. Me indagaron sobre por quién votaría a la Alcaldía. Dije que la cosa estaba tan pareja por lo mala que lo tiraría a la moneda. Igual, qué más da. Agregaron que por quién no votaría en ninguno de los casos. Dije que jamás, pero jamás, votaría por Pedro Hernán Suárez. Que eso sería como botar con b larga. Aunque no me pidieron explicaciones (ni más faltaba que fueran a alargar la cuenta del teléfono), agregué que jamás votaría por una campaña en la que hasta los mismos sufragantes están seguros de que su candidato es un pelafustán que va a gobernar de prestado. Pidieron, por último, que dijera quién ganaría para la alcaldía en estas elecciones de pacotilla. Dije que ninguno, que "al pueblo nunca le toca", como dice Álvaro Salom, que decir 'ganar' es casi una anomalía para este panorama tan desolador. Antes de colgar le dije que sí, que tenía la respuesta, que esperara. Le dije que ganarían los contratistas que han metido el billete en la campaña del que va a ganar, que eso siempre pasa. La muchacha era de Bogotá. Tenía el acento de las muchachas con poca cola por el maldito frío. Al final se rio. No creo que por mis extrañas respuestas. Creo, más bien, que fue porque se burlaba de nuestra malísima suerte.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Matar a un niño, de Stig Dagerman

Gracias a la sapiencia y la sensibilidad literaria del escritor argentino Pablo Ramos conocimos a Stig Dagerman, esa especie de niño prodigio de la literatura sueca al que le bastaron 31 años (1923-1954) para inmortaloizarse.

Stig Dagerman


Matar a un niño


Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.



Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.


Stig Dagerman y su esposa

¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?




Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.

Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató…

Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente".

Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.




Ponencia en el Primer Encuentro Regional Relata Centro - "Poéticas del cuento: Continuidades y rupturas". Septiembre 15 de 2011



lunes, 6 de junio de 2011

Las múltiples derrotas de don Tomás Carrasquilla

Por Betuel Bonilla Rojas

Un escritor es un ser querido, es un amigo, un compañero, un maestro, un revelador, un consuelo, un alma que se comunica con todas las almas. Tomás Carrasquilla


“¿Por qué he de ser el menos en este centro de arte y ciencia? ¿Seré yo, por desgracia, la ficha más triste de tantas loterías? No tal: que voy a opinar también; a echar mi cachito de conferencia; a usar del sacrosanto derecho de meterme en arquitrabes, que con tanta sabiduría consagraron nuestros licurgos” (1906: 473).


De esta forma inicia don Tomás Carrasquilla sus recordadas “Homilías”, acaso el texto en el cual el maestro, preso de una gran iracundia y en abierto debate con su amigo Max Grillo, decidió plantear con mayor riesgo sus postulados teóricos sobre la escritura y el arte en general. Y es que, poco más o menos como se sentía don Tomás, se debe sentir un comentarista al intentar penetrar en la obra de quien hoy es señalado, en Colombia y algunas otras regiones de América Latina y del mundo, como una de los talentos narrativos más sobresalientes de finales del siglo XIX y comienzos del XX, es decir, como uno de los mayores talentos cuando de contar historias se entiende.


De esta forma, indudablemente situado en la línea de muchos críticos, hay que sugerir la tesis inicial de que don Tomás, con los oídos puestos en la oralidad y los ojos y la razón en la escritura, procedió en sus escritos a domeñar a sus lectores usando viejos recursos de la oralidad, del encantamiento a través de la simple palabra. Así, como quien no quiere contar la cosa, determina un hilo conductor para cada una de sus novelas, sus pequeñas crónicas y sus cuentos, y los va desglosando, incurriendo, casi siempre, en sabrosas y reiteradas digresiones en las cuales aparece quizás toda la gracia y el salero de su prosa.

De otro lado, a veces sin dar la impresión de querer hacerlo a voluntad, don Tomás experimenta tal emoción en sus escritos, tal capacidad de penetración en el alma humana, que es por demás inevitable que estos se tiñan de una socarronería adolorida, de una felicidad y una ferocidad en las cuales se ponen a rechinar los dientes porque se presume que nunca será definitiva la dicha. Sus personajes, sean niños, niñas, jóvenes, jovencitas, mujeres u hombres mayores, enfrentan el mundo con una entereza en la cual, al otro lado, y luego de épicas o inanes batallas, espera la derrota. Y esta emoción es otro de sus grandes aciertos, pues de allí surge la energía creadora suficiente para levantar, entre el agreste camino antioqueño, en especial el de su pueblo natal Santodomingo, los que serán algunos de los personajes más queridos en nuestra literatura. El propio don Tomás sabe de la importancia de la emoción en el instante de la creación:

Es que para producir la obra estética no bastan las argucias del intelecto, ni los recursos de la fantasía y de la forma: es indispensable un elemento emocional verdadero y personal; una sinceridad absoluta en las impresiones que se pretenda manifestar (1906: 484).


Y más adelante:


Un poeta es un actor cantante que representa en unas páginas su propio drama. Es un compositor que vierte en el pentagrama de una cuartilla la armonía que oye dentro sí. Desde que tenga corazón, cante y represente y componga lo que se le antoje. En el sentido ideológico y en el sentimental, puede fingir a su albedrío: para eso es la fantasía. En el sentido emocional, no tiene riesgo. No lo intente: el corazón no se puede engañar, porque es la conciencia (1906: 500).

Un tercer aspecto en el cual hay que salir en defensa de don Tomás es en lo que concierne a su inclusión en éste o aquél movimiento. Desde luego que la necesidad académica de periodizar la literatura para poderla asir con mayor precisión es cuando menos aceptable, pero no lo es la taxonomización que se adelanta al análisis literario. El procedimiento, si es que existe, debe ser al contrario. De esta forma, los más, han querido hacer de don Tomás una especie de escritor costumbrista a las malas, como si sus caracteres fueran posibles sólo dentro de eso que don Luis Eduardo Nieto Arteta consideró la geografía del prohombre antioqueño. Claro, de costumbrista hay mucho en él, pero este costumbrismo lejos está del inventario del acontecer pintoresco, de ser un espejo narcisista del amanecer y el anochecer de la comarca. Por el contrario, y en esto nos echa una enorme mano el lenguaje tan rico y variado de sus criaturas, el arraigo a ciertas costumbres, a cierta manera de asumir el mundo, es acaso la forma en que el ser antioqueño de la época ―eso en algo toca a don Tomás―, asume su condición de ser humano, de reducido habitante de un solo espacio del globo. Ahora, lo que hay en él de reducidamente costumbrista es una marca de estilo, una consciencia que viaja con paso firme hacia una meta definida:


Mi ideal es muy claro, Maximiliano: obra nacional con información moderna; artistas de la casa y para la casa. Yo sueño con un 20 de julio literario. ¿Cómo no? Independencia absoluta de todo país extraño… y que vengan pacificadores (1906: 533).


El simple aspecto del lenguaje regional, mencionado en primera instancia como una de sus mayores virtudes, ha sido ampliamente seguido por críticos y analistas. Kurt Levy, por ejemplo, en su libro Vida y obras de Tomás Carrasquilla, afirma:

Su lenguaje muestra la fascinadora fusión de lo literario y lo popular. Puede producir, con la mayor facilidad, todo el registro de teclas lingüísticas para una deslumbradora descripción de los fenómenos naturales o psicológicos (…), mostrando su soberana maestría en el manejo del tesoro tan celosamente guardado por augustos académicos. También puede, con igual facilidad, reproducir el lenguaje del hombre común y escuchar los latidos de su corazón, mientras observa sus labios (…) Las inevitables consecuencias de tan exacta reproducción del lenguaje hablado son, naturalmente, la falta de sintaxis y el frecuente descuido de las normas gramaticales (1958: 210).


Acto seguido, Levy se dedica a rastrear la forma en que Carrasquilla hace uso de esa virtud por él referida. También Baldomero Sanín Cano, en una breve nota que titula a secas “Tomás Carrasquilla”, afirma lo siguiente:


Desde sus primeros trabajos hizo patentes en narraciones cortas su afecto a los humildes, su admirable poder en la descripción de las costumbres y ambientes de las clases desfavorecidas y su profundo conocimiento del lenguaje usado en esos medios. Ya desde entonces se podía augurar que con él tendría la región un estilista de gracia y fuerza superiores (1977: 437, 438).


Baldomero Sanín Cano apunta en su breve nota a dos de los aspectos ya señalados, y abre otra perspectiva de análisis en donde hay aún un terreno inexplorado, el de Tomás Carrasquilla como una especie de condolido testigo de los sufrimientos de una clase, o de una etnia específicas, lo cual lo adelantaría a los escritores tan usuales en aquellas décadas en las que la literatura se convirtió en vehículo oficial para la toma de conciencia. Don Tomás asume en este tipo de obras una abierta vocación de partido, de la cual se podrían poner en evidencia muchas marcas textuales, especialmente en sus novelas Frutos de mi tierra y La Marquesa de Yolombó.


Sin las pretensiones maniqueas presentes en cierto tipo de narradores costumbristas y realistas, la obra de Carrasquilla abunda más bien en personajes luchadores, idealistas, empecinados que defienden un propósito a ultranza, bien sea éste de índole lúdica, política, religiosa, de amor por algo por conseguir o de creencia metafísica. Escasean, aunque los hay, personajes situados en una sola cara del ser humano, digamos, sucesores del repudiado Yago de Shakespeare. Tal vez el farsante Fernando de Orellana de La Marquesa de Yolombó, al que no se le conoce un solo gesto que implique sinceridad, ni una sola emoción verdadera, o la entrometida Quiterita de El padre Casafús, quien hasta el final y pese al cambio de rumbo de su aliado Efrén, intenta dañar la imagen del santo cura acusándolo de rojo y liberal. En el medio, variopintos personajes que se mueven con soltura entre comportamientos que van desde los más absolutos caprichos a posiciones equivocadas que nunca dejan de ser transitorias. La mayoría, y esto es lo que se merece destacar, están del lado del ideal humano de alcanzar un mejor fin en cualquier actividad que emprendan. En todos está, noble o irrisoria, la fidelidad a una idea primaria.


En “Simón el mago”, aquel simpático cuento de reminiscencias que sirvió a Carrasquilla para ingresar a “El Casino Literario”, el selecto grupo de literatos de Medellín, en 1890, un jovencito se da a la delirante empresa de aplicar las ideas que la criada Frutos ha puesto en su cabeza. Con el tono de auto-burla, constante cada vez que los personajes hablan en primera persona en las obras de Carrasquilla, el jovencito Simón da cuenta de todo lo importante que resultaba la tradición oral para ellos. Frutos, que es casi como su madre, pero negra, le ha metido la idea de que se puede llegar a volar, como las brujas. Él, junto a su amigo Pepe, intentan alcanzar altura pero sufren las consecuencias de tan desproporcionada empresa. Al final, se concluye con una frase que perfectamente puede ser aplicada a cada uno de los personajes de Carrasquilla empeñados en diligencias de largo aliento: “―Sí, mi amiguito, todo el que quiere volar, como usted… ¡chupa!” (2008: 49).


También a esa tradición de sueños frustrados y herencia picaresca pertenece el cuento “San Antoñito", escrito por Carrasquilla en 1899. Acá, son la pobre Aguedita Paz y las hermanas Doña Pancha y Fulgencita ―todas beatas consumadas―, en momentos distintos, las que sucumben en la empresa de hacer de Damiancito Rada un santo. En esa enmienda han metido todos sus sueños: “En quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante” (2008: 62). Al final, con el olor de santidad perdido para siempre entre los cálidos brazos de la criada Candelaria, la empresa de las mujeres beatas ―la instrucción divina de Damiancito― se deshace por los actos innobles de esta especie de "tartufo moderno", como lo ha bautizado Kurt Levy.

En el cuento “El ánima sola”, escrito en 1898 y al que Carrasquilla puso el subtítulo de “Traducción libre del pueblo”, en una clara alusión al influjo de lo oral en su escritura, se ve el descalabro de una empresa noble que iba muy bien hasta que las lenguas maledicentes se encargaron de insertarle un catastrófico pero. Un caballero noble español ha puesto toda su vida al servicio de un hijo que tarda en llegar pero que, una vez presente, se anuncia como su digno heredero. A este hijo, Timbre de Gracia, por voluntad y diligencia del padre, le espera un futuro promisorio de la mano de una gran fortuna y de una mujer bella y de abolengo, Flor de Lis. Pero ―siempre un pero― el licenciado Reinaldo, gran amigo del joven, se encarga de sepultar con una sola palabra el denuedo de tamaña idea. Caídos todos en desgracia, la segunda mitad del cuento es nada menos que el doloroso testimonio de lo mal que pueden acabar algunos proyectos cuando estos tienen opositores que suelen tener el nefasto poder del convencimiento mediante la cizaña creada por la lengua. Al final del cuento, entre aullidos de tristeza de los perros, se refuerza la idea de algo fallido en la vida de todos los hombres, representados en el pobre Timbre de Gracia.


En “En la diestra de Dios Padre”, escrito en 1897, Carrasquilla apela al personaje de Peralta para torcer, acaso en una de las pocas veces, el destino fallido de una de sus creaciones. No obstante, todo el cuento es la empresa enjundiosa, paso a paso, de Peralta por hacerse a un lugar a la diestra del Dios Padre, lo cual consigue al final. Pero esta tarea no está exenta de malos momentos y de tentaciones que buscan alejarlo del cometido final. Incluso, la Muerte se aparece con toda su fiereza y Peralta, con la mirada puesta en la perspectiva, se las arregla para darle su escarmiento.


En “El rifle”, un cuento escrito por Carrasquilla en 1915 y en el que aparece por primera vez un escenario bogotano como telón de fondo de la historia referida, la tristeza proviene de otra tragedia. En este caso, dada la brevedad del cuento, no se advierte una meta que tenga la voluntad humana como propósito, pues el niño escasamente vive el día a día sin mayor conciencia del futuro. Es una mera coincidencia navideña la que hace que este pobre niño, Tista, crea acabada su infelicidad de la mano de un noble y enigmático caballero y de un rifle que éste le regala. Pero la madrina da al traste con los sueños del niño y el cuento termina con una clara queja, casi un ruego, en la cual se presiente una continuación sin muchas esperanzas. Lo de Tista es la prueba de que la felicidad, para Carrasquilla, era una especie de breve momento que había que disfrutar a plenitud.


En El Padre Casafús, una novela corta escrita en 1899, son la terquedad y el tesón del personaje protagonista, el Padre Casafús, los que lo llevan a un desenlace nada satisfactorio, no tanto para él como para quienes lo ven como una especie de ser superior dotado de una enorme fuerza de voluntad. Hombre de ideas firmes y caritativo a más no poder, su empresa colosal es nada menos que la de detener la violencia bipartidista, aun por encima de los discursos incendiarios de la Iglesia y otros sectores conservadores de la sociedad. En esta tarea pone Casafús todo su empeño, todas sus fuerzas, toda su dignidad, y cuando, al final, algo parece haber logrado, sobreviene la muerte y muy posiblemente el final de su sueño: “―No me diga más ―exclama ella, mirando el cielo al través de sus lágrimas―. ¡Murió de hartura! Se le veía” (2010: 173).


Es posible que Casafús no haya muerto de hartura, que sería algo así como un tedio surgido de la incomprensión, sino que haya optado por concluir que su empresa no era posible entre aquellas personas dadas a “pararle bolas” a las habladurías. Es un derrotado, a su manera, pero su derrota no tiene que ver con un dejarse morir cruzado de brazos, sino con su aliento vital empeñado hasta el final en cada una de sus acciones. Cuando Milagros retorna con la buena nueva de su restitución como prelado, Casafús no alcanza a enterarse de la noticia, es decir, del triunfo de sus ideas, y muere, en absoluto desconocimiento de esto, como una especie de héroe a mitad de camino.


Casafus, en mucha mayor medida que la Bárbara de La Marquesa de Yolombó, es quizás el personaje de Carrasquilla que con mayor lucidez asume los retos que lo hacen un hombre de nobles propósitos para toda la especie:


Guerras de religión ha habido muchas, padre Vera, pero la sangre derramada en esas guerras, lejos de extinguir la herejía y el terror, los han exaltado más y más con el odio de secta: por diez herejes exterminados, ciento heredan la herejía y con la herejía el rencor. Es que las ideas no se acaban a cañonazos ni se propagan a bayoneta calada: los misioneros cristianos no usan más arma que su palabra; oponen la idea a la idea (2010: 146).


La joven Ligia Cruz, que da nombre a una pequeña novela que carrasquilla publicó en 1920, se incluye dentro de esa gama de registros femeninos que tanto gustaban al antioqueño. En una puesta en balanza de masculino-femenino en la obra del maestro, las mujeres son, con excepción del Padre Casafús, las que acometen tareas más ambiciosas y de manera más consciente. De por sí, Ligia Cruz es, de entrada, una “soñadora desequilibrada” (1997: 97). La joven, que ha mutado por su llegada a la cosmopolita Medellín de Petrona a Ligia, sucumbe en su ambicioso cometido de hacerse una dama de ciudad. El aliciente que la eleva a ella como criatura surgida de la pluma de Carrasquilla no por individual termina siendo menor. Levy (1958: 158) la ve como una especie de Emma Bovary antioqueña, embebida todo el tiempo en novelerías mujeriles. El rechazo que le ha infligido su propia familia en Medellín no dista mucho del que sienten los otros personajes interesados en propósitos colectivos, esto es, Bárbara y Casafús. Su derrota, su muerte final, es tan triste y lúgubre como el de ellos porque finalmente lo que muere es la esperanza de un ideal. También, como en Frutos de mi tierra, el fracaso de Ligia es una especie de metáfora de lo imposible que resulta conciliar la vida del campo con la de la ciudad. Perfectamente, a contrapelo, pudiera surgir una tesis adicional en el que, con una marca clave darwinista, los personajes de Carrasquilla pelean entre sí y sólo sobreviven los más fuertes, que no los más nobles.


En Dimitas Arias, otra pequeña novela publicada en 1897, Carrasquilla nos muestra la ardua misión de un hombre comprometido con la creación de una educación ideal, algo que también va a heredar Bárbara en La marquesa de Yolombó. De los tercos de Carrasquilla, acaso merezca Dimitas el pedestal mayor. Levy dice que es “la trágica historia de ‘el maestro sin discípulos’” (1958: 146). Convertido en profesor por una calamidad que enfrenta, pero con el alma aún sana y robusta, se le encomienda la loable misión de salvar otras almas a través de la instrucción. Y él se toma esto tan a pecho que en adelante consagra cada instante de su vida, cada latido de su corazón, a fortalecer su proyecto. Despojado al final de su único motivo, su escuela, Dimitas es relegado a la locura y a un rincón en el que es hallado muerto, abrazado a una mazorca. Criatura rigurosa y de ideas férreas, Dimitas es uno más de los personaje de Carrasquilla que al final de su vida observan, con dolor, que las buenas faenas no duran para siempre.


Salve Regina es una novela también corta publicada por Carrasquilla en 1919. La protagonista, una mujer de diecisiete años, de "ojos soñadores" (2008: 304), dedica toda su vida a la esperanza de un amor personificado en la figura ambigua de Marcial. Historia de un amor obsesionado que acaba en desgracia, el leit motiv de esta novela es el proyecto trunco de una relación sentimental:


Postrada de hinojos, entre lágrimas y suspiros, con fórmulas truncas y jaculatorias improvisadas, pidió y pidió a su Virgen predilecta. Y, pues era el refugio de los pecadores, acogiese bajo su manto al extraviado y se lo devolviese digno y merecedor de una mujer pura; o, de no, que arrancase de un corazón, hasta entonces limpio, eso que iría a mancharlo irremisiblemente (2008: 308, 309).


En esta novela Carrasquilla acuña la frase que va a envolver a todas sus criaturas que aspiran a un destino superior: “Nada irrita tanto a los pequeños como la presencia inmediata de la superioridad” (2008: 316). Regina, superior espiritualmente a los demás, cae desde lo más alto porque su ascenso es imposible de percibir desde abajo.


Sin duda alguna que un Carrasquilla más maduro es el que asoma en La Marquesa de Yolombó, novela que se publica por entregas en 1926. Ambientada en plena época de la Colonia, salta muy pronto a la vista la noción harto repudiable de que en ninguna época los seres superiores han sido comprendidos. Con apenas dieciséis años, y en un mundo en el que las mujeres blancas están relegadas al papel de meras figuras decorativas de la casa, Bárbara Caballero da el salto hacia un mundo de obligaciones y deberes compartidos, de respeto por la dignidad del ser humano, de educación para todos y de buena calidad. La Marquesa quiere cambiar absolutamente todo ese orden tan genuinamente antioqueño:


El hombre se identifica, más que con su nación, con su terruño nativo; más que con éste, con su barrio; más que con su barrio, con su casa; más que con ella, con el gabinete particular donde vive” (Sin año: 69).


Bárbara es una adelantada para su época, de ahí que muchos, especialmente los hombres de Yolombó, vean con desconcierto cada uno de sus actos, cada uno de sus proyectos. Los que no, como La Coyubra y algunos personajes manipulados por ésta, la detestan porque no encaja en el entorno mediocre en el que viven. Pero como está declarado que en la obra total de Carrasquilla la felicidad es si acaso prestada, pronto aparece el embaucador Fernando de Orellana y la Marquesa, no tanto por ella como por dar pábulo a los consejos de sus seres queridos, emprende otra empresa que la desborda como habitante de la aldea. Y entonces muere, tranquila de tan derrotada, de la manera más común y corriente: “Cierra los ojos con beatitud; y el sueño de los sueños la dobla, en los brazos del Señor” (Sin año: 343).


Rafael Humberto Moreno Durán ha dicho de esta muestra mayor de la lucha emprendida por los personajes de Carrasquilla:

Yolombó se convierte en una escuela dirigida por la heroína, que de discípula metamorfosea en maestra: Bárbara et magistra. La mujer que extrae oro de las minas extrae también luz de los cerebros dormidos de las gentes del pueblo (1993: 527).

Kurt Levy, a su vez, afirma:


Dondequiera que Carrasquilla afronta los problemas sociales, se destaca un punto de vista democrático y una convicción de que la aristocracia del nacimiento o la del dinero debe ser reemplazad por la del mérito (1958: 74).


No obstante esta afirmación bastante oportuna del crítico, Carrasquilla tenía claro, y eso se evidencia en los rasgos biográficos que el propio Levy aporta, que no siempre el mérito moral y ético era suficiente para cosechar dividendos en cualquier orden. Sanín Cano habla de una cierta amargura de don Tomás en el momento de su muerte, acaso, manifiesta, porque también él asumió al final de su vida el gesto acibarado del derrotado, de aquel que lo ha dado todo y no ha recibido mayor cosa.

Quizás en un par de frases del antioqueño se resuma ese sinsabor tan involuntario pero tan reiterado en el que suelen incurrir los finales de todas sus criaturas. Llevadas por un plan que lentamente se va derrumbando, la postración que a la mayoría espera tiene el sabor amargo de las aceitunas largamente sumergidas en ginebra:


El hombre rompe los grillos y las cadenas que lo atrincan; demuele las bastillas; inmola los conserjes; pero queda prisionero en las telarañas del amor propio y de la vanagloria (2008: 524).


Aún viniendo del propio autor, y siendo los Alzate de Frutos de mi tierra, y los Caballero de La Marquesa de Yolombó, plenamente conscientes del poder destructor de la vanagloria, desobedecieron al maestro y confundieron la vanidad con la felicidad, la dicha con las desmedidas ilusiones, y fueron, tal vez como Carrasquilla en su natal Santodomingo, figuras perdidas en el terreno de la más burda incomprensión.


Bibliografía


Arroyave, Claudia (2008). El pueblo de las tres efes. Hombre Nuevo Editores. Medellín

Carrasquilla, Tomás (2007). Ligia Cruz. Norma. Bogotá.

________________ (2008). Obra escogida. Universidad de Antioquia. Medellín.

________________ (2010). Cuentos. Alfaguara. Bogotá.

________________ (sin año). La Marquesa de Yolombó. 2ª Festival del Libro. Bogotá.

________________ (1972). Frutos de mi tierra. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá.

________________ (1958). Vida y obras de Tomás Carrasquilla. Bedout. Medellín.

Moreno Durán, Rafael Humberto (1993). “La Marquesa de Yolombó”. En: Manual de literatura colombiana. Tomo I. Procultura. Bogotá.

Sanín Cano, Baldomero (1977). “Tomás Carrasquilla”. En: Escritos. Instituto Colombiano de Cultura. Bogotá.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Columna del escritor vallecaucano Julio César Londoño sobre el libro El arte del cuento, de Betuel Bonilla. El Espectador, sábado 12 de marzo de 2011

Editado por Trilce Editores en 2009, el volumen está dividido en tres partes: la primera contiene ejercicios y teoría dura. La segunda está formada por ensayos de varios maestros colombianos y argentinos del género: Roberto Rubiano, Laura Massolo, Juan Gabriel Vásquez y Ricardo Piglia, entre otros. La tercera es un cuestionario muy inteligente elaborado por Bonilla y resuelto por Ana María Shua, Hugo Chaparro, Sebastián Dozo, Pilar Quintana, Antonio García Ángel, Pablo Ramos, etc.

Pese a tanta celebridad, hay deslices imperdonables en el libro. En la página 100, por ejemplo, Albeiro Arciniegas asegura que Vargas Llosa es un maestro del género. Error. Su único libro de cuentos es Los jefes, y le salió tan flojo que nunca volvió a reeditarlo.


En la página 108 Juan Gabriel Vásquez tantea: “Por ‘tale’ yo entiendo una narración relativamente breve, de contenido casi siempre fantástico, no pocas veces con moraleja o lección implícita y en la cual lo importante es la voz que cuenta”. Caramba, nunca había visto un teórico más nervioso. Si Vásquez hubiera sido el titulador de la matemática griega, el famoso teorema de los triángulos rectángulos se llamaría “la conjetura de Pitágoras”.

Después, hay que decirlo, Vásquez se sobrepone: “Mientras que la novela tiene un clímax al que todo acude, el cuento es el clímax de una historia que no se cuenta, pero que debe estar contenida en él”.

En la página 115 Roberto Rubiano nos explica que “los buenos cuentos, los que tienen ese ingrediente secreto que nadie puede definir con claridad, son (como la droga sin rebajar) escasos”, y el lector comprende al instante que Rubiano es un hombre de fiar.

Allí mismo nos explica que la palabra “literatura” tiene apenas 200 años, y que “contar un cuento literario implica escribir una historia completa y sugerente con la menor cantidad de elementos posibles y la mayor eficacia. Fabricar algo como una cuchara. Un instrumento simple y perfecto”.

Antes hay una cita de Hernando Téllez: “Escribir correctamente es una técnica. Escribir bellamente es un milagro. Por lo menos un misterio”. Es una proposición que no dice nada pero lo dice a lo Proust: bellamente. Y con misterio.

Cuando le preguntan ¿En qué se fija usted a la hora de evaluar el mérito de un cuento?, Ana María Shua da una respuesta típicamente argentina: ¡Es el cuento el que debe fijarse en mí! (debiste sospecharlo desde un principio, Betuel).

Hay citas de Chéjov por todas partes: “Cuando se ha terminado un cuento, uno debería borrar el principio y el final” (aquí entre nos, yo creo que el ruso debió borrar también la parte del medio. O hacer haikús).

Luis López Nievez, el insufrible propietario del site Ciudad Seva, sorprende con una serie de ejercicios bien calibrados: describir una escena sentimental sin sentimentalismos; sugerirle al lector la belleza de una mujer sin usar clichés ni la palabra “bella”; imaginar finales no predecibles para conflictos típicos…

Antonio García da un consejo sano: “Cuando escriba, siéntase como Cervantes en persona, y cuando corrija piense que es un pobre analfabeto. Así se balancean las cargas”.

Por la diversidad de voces y el bagaje y el buen pulso de Betuel Bonilla, El arte del cuento es el mejor compendio teórico sobre el género publicado en Colombia. Es una obra digna de figurar al lado de la monumental Antología del cuento colombiano que Luz Mery Giraldo hizo para el Fondo de Cultura Económica.

Columna del escritor vallecaucano Julio César Londoño sobre el libro El arte del cuento, de Betuel Bonilla. El Espectador, sábado 12 de marzo de 2011

sábado, 5 de marzo de 2011

Visita del escritor hispanista Micheal Jacobs a Neiva

Que un cronista de tamaña estatura (en ambos sentidos) como el inglés Michael Jacobs, recién invitado al Hay Festival de Cartagena, visite Neiva para recorrer y escribir sobre el maravilloso río de La Magdalena, constituye un enorme honor. Pronto tendremos noticias de su próxima publicación.

Betuel, Julito Caicedo, María Fernanda y Michael

María Fernanda, Michael, Betuel, Adriana y Julio Caicedo

miércoles, 2 de febrero de 2011

Modelo de relatoría: Modernidad Y Posmodernidad

UNIVERSIDAD TECNOLÓGICA DE PEREIRA - EXTENSIÓN IBAGUÉ

MAESTRÍA EN LITERATURA

Relatoría Modernidad Y Posmodernidad

Betuel Bonilla Rojas

En su libro El discurso filosófico de la modernidad, Jürgen Habermas abre un debate con los detractores de la modernidad, entre ellos Jacques Derridá, y lo hace mediante un viaje desde las problemáticas de la misma hacia la noción de discurso sobre ésta. Los discursos sobre la modernidad oscilan entre el de carácter apologético, esto es, aquellos que la ven desde la admiración y la fascinación, con un tono de exaltación, o el apocalíptico, quienes la contemplan desde la otra orilla, la de la crítica y la desconfianza. A la hora de asumir un discurso propio, se hace necesario sopesar los otros discursos al respecto.
David Harvey, en su libro La condición de la posmodernidad, en una idea claramente surgida de la cosecha del propio Habermas, plantea que “el proyecto moderno supuso un extraordinario esfuerzo intelectual por parte de los pensadores de la Ilustración, destinado a ‘desarrollar la ciencia objetiva, la moral y la ley universales y el arte autónomo, de acuerdo con su lógica interna’”.
Habermas asume el desarrollo de la modernidad como una escalada gradual de positivización. En primer lugar, en una frase parafraseada del filósofo alemán, se asume que la Edad Moderna llama a una actualidad históricamente responsable. En la modernidad se asume una visión inmanente de la realidad, es decir, realidad es lo que está ahí. En el capítulo I de la historia de Occidente se asumió al ser humano como todo lo diferente de Dios, pues fue éste el que creó al primero. De esta manera todo proviene de ese Dios, y la tarea humana es preservar lo creado por él.
En el capítulo II, por el contrario, a partir de la reflexión sobre la realidad objetiva, se asume que el hombre no es creación de Dios. La modernidad es el primer capítulo pagano colectivizado de la historia. El sujeto asume su historicidad cuando da un salto hacia el paganismo. La historia es contraste, y la comprensión de ese contraste torna moderno a ese sujeto.
En la era pagana se vive la primera crisis de la soledad humana. No porque se renuncie del todo a lo divino sino porque se empieza a entender la relación con el objeto de otra manera. El hombre y la cosa pasan a ser lo mismo. Cuando el hombre rompe por completo el vínculo con ese primer capítulo impregnado de divinidad, el hombre se gana el premio de la responsabilidad.
Para el hombre instalado por completo en la modernidad surge entonces la tensión que existe entre la presión impuesta por el pasado, el ahora y la apuesta por el futuro. El pasado no se borra por completo, sino que mucho de ese pasado debe ser preservado, no siempre con la inviolabilidad sacra de la reverencia sino, como apunta Fredric Jameson en El giro cultural, mediante la ironía o la reinterpretación. El sujeto moderno pasa a ser, entonces, aquel que preserva con mayor decisión ese pasado.
Pero esa libertad conseguida en la modernidad provoca una nueva tensión, esta vez dirigida hacia la responsabilidad que se adquiere frente a la comprensión y la búsqueda de garantías hacia el futuro. Las apuestas del proyecto moderno, de un lado, y las realizaciones concretas de dicho proyecto, no siempre provechosas para la condición humana, complejizan las cosas a tal punto de volverlas inentendibles. Es justamente la irresponsabilidad frente a los logros modernos lo que puede echar al traste todo el programa moderno.
Tal tensión nos pone en un peligro inminente. La responsabilidad moderna de asumir ese futuro con la responsabilidad exigida. Es lo que Habermas llama, en un nuevo parafraseo, la injusticia y el peligroso contrapeso de la concentración de la responsabilidad. Dicha responsabilidad, por ejemplo, plantea que no se puede practicar la violencia porque ésta es la desfiguración del ahora.

martes, 25 de enero de 2011

La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon


La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon

Por Betuel Bonilla Rojas

El escritor español José Ovejero, en su magnífica poética sobre el cuento, afirma que la confusión siempre dio mejores frutos literarios que las convicciones. Magnífica aproximación a esa zona oscura que nos deja todo objeto artístico, a ese límite místico, grisáceo, que hace, justamente, que el arte sea eso y no mera artesanía. Y traigo esto a cuento porque algo así, más o menos, se siente al leer La subasta del lote 49, la aplaudida novela del enigmático escritor estadounidense Thomas Pynchon. Digamos que es algo parecido a la primera lectura que hacemos de novelas como El sonido y la furia, de William Faulkner, que parecen tener un candado de desciframiento en el cual ensayamos varias llaves, vamos por una, por otra, y de repente aparece la justa como una revelación, una epifanía. Y entonces somos felices por el descubrimiento de la clave.
El solo mito de un Pynchon acuartelado en las mazmorras de su propia ergástula desde la cual elabora novelas geniales hace que la curiosidad lleve a buscarlas y a leer. Es posible que, por cualquier razón que hayamos llegado a La subasta del lote 49, y leído el primer capítulo, se tenga la sensación, Bloom mediante, de haber hecho un recorrido por un sendero tortuoso en el que no tenemos claves a mano. Es decir, hemos sido vulnerados en nuestra buena fe de de lectores seguidores de una trama algo clara y sencilla. Harold Bloom, por ejemplo, afirma: “Mi primera lectura de La subasta del lote 49, sin embargo, fue exasperante; a la segunda el libro hizo presa de mí, de repente, y desde entonces no me ha soltado. Por eso insto a los lectores que no lo conozcan a empezar leyendo el libro dos veces seguidas (las cursivas son de Bloom).
Y buena razón tiene Bloom. Él, tan amante a la cábala, intenta desde esta orilla dar con algunas pistas mínimas, algún terreno seguro donde pisar, aunque insiste en la idea de la conjetura. Un lector desprovisto de esta opción debe andar casi a ciegas por la trama, buscando en este periplo de la protagonista, Edipa Mass, algunas coordenadas. Por supuesto, como novela de personaje, La subasta del lote 49 empieza con el personaje principal puesto en situación, casi a la manera canónica del cuento: “Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había quizá demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Mass se enteró de que la habían nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez (…)”.
Aventuro que más parece inicio de cuento que de novela, si es que acaso existen esas formas canonizadas de empezar un género cualquiera. El personaje, que presumimos lleva una vida tranquila, vuelve de divertirse y de repente algo le trastoca la existencia. Luego, la novela entra abruptamente en la vida de ella y de otros personajes, cada uno con una personalidad tan extraña que más parece un cuadro de enfermos siquiátricos deambulando por callejones sin salida. La propia Edipa, poco a poco, va desnudando sus manías y excentricidades, no está exenta de lo que le ocurre a los demás. O, muy posiblemente, sea ella, mediante su punto de vista, la que hace que todo se aprecie de esta manera y no de otra.
Quizás en estos pasajes el lector ubicado por fuera del contexto de la novela, varios pueblos de California, Estados Unidos, siente que le han escamoteado parte del encanto de la misma: el pintoresquismo de los nombres, las acciones y los oficios de cada uno de ellos; las formas de relacionarse, no siempre a través del lenguaje articulado (de hecho los símbolos son graficados en paredes y partes del cuerpo de los hombres, y de ahí el énfasis de Bloom en la cábala); las simpáticas organizaciones que cunden en el lugar, tanto en sus nombres como en sus preocupaciones sociales, en fin, mucho de lo que nos estamos perdiendo.
Porque, vuelvo a Bloom, parece que buena parte de su encanto tiene que ver con ese territorio ignoto en el que cada cosa tiene su carga de humor, aun dentro de la típica sordidez tan genuinamente gringa, o quizás por eso mismo. En todo caso, Edipa (versión femenina del héroe sofocleano que busca la verdad), su chiflado marido, el locutor Mucho, sus compañeros de trabajo, o sus amantes ocasionales, entre los cuales ha estado, en un pasado no muy lejano, el propio hombre que la nombra albacea de sus bienes, Pierce Inverarity, pertenecen al grupo de personajes que andan por el mundo buscando algún sitio, por abstracto que sea, en el cual guarecerse. Y para eso se inventan los más extraños movimientos, como los viajes nocturnos de Edipa por una San Francisco cosmopolita que le guarda una sorpresa en cada rincón.
Lo inconcluso del final, esa escena abierta de una Edipa en espera de desatar el escándalo mayor en el momento de subastar el lote 49, supuestamente embarazada de no sabe quién, se antoja como la metáfora del ser desarraigado de la seguridad de sus sentimientos, más que de la geografía. Porque si algo conmueve, aterra, aun dentro de su más burdo patetismo, casi de caricatura, son esos lazos fugaces que van creando los personajes, su enfermiza manera de ir creando organizaciones para buscar refugio en ellas. Y así, todo está caricaturizado. Pero resulta que las buenas caricaturas siempre dan cuenta, entre el sarcasmo y el dolor, de lo mucho que cuesta llegar a sentirse bien con uno mismo
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viernes, 7 de enero de 2011

La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall


La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall: un mundo atroz en el que el lector se muere de risa
Por Betuel Bonilla Rojas

Si una de las aspiraciones más legítimas de la buena novela, al menos como la concibieron los escritores del siglo XIX (que es para mí la genuina forma de la novela), es la de la totalidad, sin duda alguna que La vida milagrosa de Edgar Mint, del escritor de Arizona, Brady Udall, cumple este propósito a cabalidad. Y esto nada tiene que ver con las casi cuatrocientas páginas de divertidos y a la vez infames episodios que le suceden al protagonista. Tiene que ver, más bien, con ese amplio menú de experiencias humanas, de pequeñas pero resonantes catástrofes, que corren paralelas a las peripecias de este personaje: amor, soledad, orfandad, deseos de vivir, búsqueda de los suyos, muerte… son las tantas caras de este novela deslumbrante en la que, al abrir una página, cualquier cosa puede suceder.
Edgar ha sido dotado desde los siete años de un don que le permite contemplar todo lo que sucede a su alrededor de otra manera: “Si pudiera deciros una sola cosa acerca de mi vida, sería ésta: tenía siete años cuando el vehículo del cartero pasó por encima de mi cabeza”. Este acto providencial, que tuvo en vilo a Edgar durante ocho meses, que aterraría al más indiferente de los seres humanos, opera en él una mutación similar a una especie de revelación mística. En adelante, Edgar va ser una suerte de testigo presencial de hechos que tienen de común justo eso que ya se mencionaba, que arropan al ser humano en sus múltiples apariencias.
A Edgar le sucede todo lo más que un ser humano puede soportar. Es una especie de niño-hombre que encierra en sí mismo la desbordada capacidad del hombre para aguantar lo divino y lo humano. Sin embargo, frente a tantas adversidades, en muchas de las cuales se juega la vida, Edgar sale indemne, con una sonrisa en los labios, algo de sangre y uno que otro hueso roto. En Edgar hay algo de redentor, de capacidad ilimitada de acumular sufrimientos para que la humanidad note lo mal que anda, para que se espabile a ver si algo aún se puede recuperar. Pero Udall, conocedor de la técnica de la sugerencia y la sugestión, nunca mezcla una opinión al respecto. Por el contrario, Edgar, narrador escritor de eso que cuenta, sufre permanentemente desdoblamientos de personalidad en los que él es y no es el propio Edgar. De esta manera, sin apelar a la omnisciencia narrativa, recibimos pinceladas de un análisis y unas opiniones elucidatorias que provienen quizás del Edgar que, a los veintiocho años, ha visto morir a todos sus amigos y enemigos y ordena todos esos papeles que a la postre constituirán la novela.
Edgar Mint, como personaje, viene de una larga tradición de pequeños héroes ejemplarizantes que bien pueden tener sus antecedentes más lejanos en los pícaros no evolucionados del Siglo de Oro español, que hicieron tránsito por las novelas de Dickens y que aterrizaron en el mundo moderno bajo los nombres del Holden Caulfiel de Salinger, del Walter Claireborne Rawley, de Paul Auster, del Tobías Wolff auto-referenciado en Vida de este chico, hasta el caso posterior del Oscar Wao de Junot Díaz.
¿Por qué no se agota esta raza de niños tercos y simpáticos, como Edgar Mint, a los que el mundo, en cada nuevo fracaso, va dotando de una coraza impenetrable al desistimiento? Quizás porque ellos, sólo ellos, son capaces de ver el mundo en su real cara. Casi siempre, en primera persona, relatan, entre el pudor, la desfachatez y el cinismo (nada más contrario pero más efectivo) todas las lacras que azotan como plagas a un pueblo determinado. Si se miran en conjunto, geografía tras geografía, época tras época, lo que ellos hacen es nada más testimoniar lo mal que anda el mundo, lo propensos que estamos los seres humanos a depararnos el odio y el olvido entre los miembros de la misma especie.
Si por algo lucha Edgar, justamente, es por no dejar que las cosas caigan en el olvido. No está lo que se dice bien de la cabeza (el golpe le ha dejado secuelas), pero a pesar de esto su única meta es reencontrarse con ese pasado en el que están su alcohólica madre, Gloria, su también alcohólico amigo Art, a quien conoce en el bloque de los ‘accidentados’ del hospital, o a ese cartero que carga infinitamente con la culpa de creer haberlo matado cuando su jeep le destripó la cabeza.
Así, Edgar se las arregla para hacer de la escritura una manera de no echar todo en el saco del olvido. Sabe que escribir es la mejor manera de preservar la memoria, sobre todo la memoria de esos pueblos ya extintos como el suyo, el de los apaches del Oeste norteamericano, del que acaso él es su escribidor final. Lentamente, estación tras estación, revelación tras revelación, Edgar va ampliando ese legajo maravilloso que son las memorias de Edgar Mint, del lacerado Edgar Mint. Quizás, en últimas, no son tanto las memorias del joven Edgar hecho adulto a porrazos, sino más bien la memoria de una humanidad entera que prefiere olvidar, por mutua conveniencia, sus más arraigados episodios.
Cuatro capítulos, cuatro momentos de la vida de Edgar por las distintas etapas del acontecer de cualquier persona de su edad. La vida milagrosa de Edgar Mint, quizás la más divertida y sobrecogedora novela que haya leído en mucho tiempo.

Brady Udall. La vida milagrosa de Edgar Mint. Traducción de Jordi Fibla. RBA Libros. Barcelona. 2002: 379 Págs.