viernes, 7 de enero de 2011

La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall


La vida milagrosa de Edgar Mint, de Brady Udall: un mundo atroz en el que el lector se muere de risa
Por Betuel Bonilla Rojas

Si una de las aspiraciones más legítimas de la buena novela, al menos como la concibieron los escritores del siglo XIX (que es para mí la genuina forma de la novela), es la de la totalidad, sin duda alguna que La vida milagrosa de Edgar Mint, del escritor de Arizona, Brady Udall, cumple este propósito a cabalidad. Y esto nada tiene que ver con las casi cuatrocientas páginas de divertidos y a la vez infames episodios que le suceden al protagonista. Tiene que ver, más bien, con ese amplio menú de experiencias humanas, de pequeñas pero resonantes catástrofes, que corren paralelas a las peripecias de este personaje: amor, soledad, orfandad, deseos de vivir, búsqueda de los suyos, muerte… son las tantas caras de este novela deslumbrante en la que, al abrir una página, cualquier cosa puede suceder.
Edgar ha sido dotado desde los siete años de un don que le permite contemplar todo lo que sucede a su alrededor de otra manera: “Si pudiera deciros una sola cosa acerca de mi vida, sería ésta: tenía siete años cuando el vehículo del cartero pasó por encima de mi cabeza”. Este acto providencial, que tuvo en vilo a Edgar durante ocho meses, que aterraría al más indiferente de los seres humanos, opera en él una mutación similar a una especie de revelación mística. En adelante, Edgar va ser una suerte de testigo presencial de hechos que tienen de común justo eso que ya se mencionaba, que arropan al ser humano en sus múltiples apariencias.
A Edgar le sucede todo lo más que un ser humano puede soportar. Es una especie de niño-hombre que encierra en sí mismo la desbordada capacidad del hombre para aguantar lo divino y lo humano. Sin embargo, frente a tantas adversidades, en muchas de las cuales se juega la vida, Edgar sale indemne, con una sonrisa en los labios, algo de sangre y uno que otro hueso roto. En Edgar hay algo de redentor, de capacidad ilimitada de acumular sufrimientos para que la humanidad note lo mal que anda, para que se espabile a ver si algo aún se puede recuperar. Pero Udall, conocedor de la técnica de la sugerencia y la sugestión, nunca mezcla una opinión al respecto. Por el contrario, Edgar, narrador escritor de eso que cuenta, sufre permanentemente desdoblamientos de personalidad en los que él es y no es el propio Edgar. De esta manera, sin apelar a la omnisciencia narrativa, recibimos pinceladas de un análisis y unas opiniones elucidatorias que provienen quizás del Edgar que, a los veintiocho años, ha visto morir a todos sus amigos y enemigos y ordena todos esos papeles que a la postre constituirán la novela.
Edgar Mint, como personaje, viene de una larga tradición de pequeños héroes ejemplarizantes que bien pueden tener sus antecedentes más lejanos en los pícaros no evolucionados del Siglo de Oro español, que hicieron tránsito por las novelas de Dickens y que aterrizaron en el mundo moderno bajo los nombres del Holden Caulfiel de Salinger, del Walter Claireborne Rawley, de Paul Auster, del Tobías Wolff auto-referenciado en Vida de este chico, hasta el caso posterior del Oscar Wao de Junot Díaz.
¿Por qué no se agota esta raza de niños tercos y simpáticos, como Edgar Mint, a los que el mundo, en cada nuevo fracaso, va dotando de una coraza impenetrable al desistimiento? Quizás porque ellos, sólo ellos, son capaces de ver el mundo en su real cara. Casi siempre, en primera persona, relatan, entre el pudor, la desfachatez y el cinismo (nada más contrario pero más efectivo) todas las lacras que azotan como plagas a un pueblo determinado. Si se miran en conjunto, geografía tras geografía, época tras época, lo que ellos hacen es nada más testimoniar lo mal que anda el mundo, lo propensos que estamos los seres humanos a depararnos el odio y el olvido entre los miembros de la misma especie.
Si por algo lucha Edgar, justamente, es por no dejar que las cosas caigan en el olvido. No está lo que se dice bien de la cabeza (el golpe le ha dejado secuelas), pero a pesar de esto su única meta es reencontrarse con ese pasado en el que están su alcohólica madre, Gloria, su también alcohólico amigo Art, a quien conoce en el bloque de los ‘accidentados’ del hospital, o a ese cartero que carga infinitamente con la culpa de creer haberlo matado cuando su jeep le destripó la cabeza.
Así, Edgar se las arregla para hacer de la escritura una manera de no echar todo en el saco del olvido. Sabe que escribir es la mejor manera de preservar la memoria, sobre todo la memoria de esos pueblos ya extintos como el suyo, el de los apaches del Oeste norteamericano, del que acaso él es su escribidor final. Lentamente, estación tras estación, revelación tras revelación, Edgar va ampliando ese legajo maravilloso que son las memorias de Edgar Mint, del lacerado Edgar Mint. Quizás, en últimas, no son tanto las memorias del joven Edgar hecho adulto a porrazos, sino más bien la memoria de una humanidad entera que prefiere olvidar, por mutua conveniencia, sus más arraigados episodios.
Cuatro capítulos, cuatro momentos de la vida de Edgar por las distintas etapas del acontecer de cualquier persona de su edad. La vida milagrosa de Edgar Mint, quizás la más divertida y sobrecogedora novela que haya leído en mucho tiempo.

Brady Udall. La vida milagrosa de Edgar Mint. Traducción de Jordi Fibla. RBA Libros. Barcelona. 2002: 379 Págs.

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