sábado, 15 de septiembre de 2012

Visita al Taller Écheme el cuento, de Cali. Agosto 10 y 11 de 2012





Tiempos narrativos y velocidad narrativa


Por Betuel Bonilla Rojas


Justificación

El tiempo en una narración implica de base dos posibilidades:
a) el tiempo que actúa a manera de estructura de una historia, es decir, que permite rastrear los hechos dentro de una sucesión de elementos indicadores de un tiempo preciso (segundos, minutos, horas, días, semanas…), y que, explícito o sugerido, actúa en ocasiones como ejes de la construcción de la trama;
b) el tiempo de la velocidad de la narración, es decir, aquello que, mediante la escogencia de una técnica y un ritmo particular de las oraciones, suscita en el lector la sensación de alargamiento, normalidad o encogimiento de una secuencia, teniendo siempre en cuenta la manera en que tales acontecimientos pudieran marchar en una  lógica de la realidad contada. Así:

Desaceleración narrativa

De una forma más precisa, y apelando a una categoría que proviene del mundo de la mecánica automotriz, a esta técnica de desaceleración narrativa se le conoce con el nombre de ralentí. El Diccionario de la Real Academia Española dice, en la segunda acepción de su versión electrónica, que ralentizar significa “una actividad mantenida a un ritmo inferior al normal”.
¿Cómo es esto en narrativa? Digamos, en primera instancia, que la lógica temporal de una narración guarda directa relación con la dinámica de los sucesos que en ésta se van viviendo, y que esto, a su vez, está estrechamente ligado con el verismo que queremos conferirle a aquello que estamos contando. Así, si una riña de gallos tiene lugar durante una hora, por ejemplo, nos propondremos aportar las claves textuales (acciones, minutos, horas, lapsus aproximados) para que dicho tiempo del suceso contado se parezca, al menos proporcionalmente, al tiempo que durarían las acciones.
En ocasiones, el monólogo interior parece aproximarse al tiempo en ralentí. Pero ocurre que en la primera persona que domina el relato en este caso ― “Macario”, por ejemplo―, la posición estática tiene que ver con la quietud física del personaje, así lo que en su mente se recuerda viaje a gran velocidad. Macario personaje recuerda, y está sentado junto a la alcantarilla. Pero su quietud no se condice con la velocidad de sus inquietos recuerdos que, en este caso, saltan de un lugar a otro, de un tiempo a otro, y parecen ir más rápido de lo normal. Es decir, es una quietud engañosa, aparente.
En el tiempo en ralentí, en cambio, aunque parece haber movimiento, en verdad las acciones se han quedado instaladas en un presente estático ―como en los planos congelados de la cámara de cine―, y el tiempo de los acontecimientos es en realidad otro tiempo, vivido casi en los márgenes del cuento. En este tipo de narración se rompería provisionalmente el severo criterio de la verosimilitud, pues aquello que bien puede durar una fracción de segundos en cualquier movimiento humano, se nos ensancha hasta una fracción que coincide con el tiempo de lectura y que podría durar muchos minutos u horas.
Casi siempre que se intenta ejemplificar esta especie de trastorno temporal en la narración se apela a los cuentos “El milagro secreto”, de Borges, y “Un suceso en el puente del riachuelo del búho”, de Ambrose Bierce, ambos, indudablemente, paradigmáticos y memorables a la hora de hablar de esta situación. Eso hace Eduardo Heras, en su libro Los desafíos de la ficción, aunque él llama a esta técnica con otro nombre.
Miremos un excelente testimonio de lo interesante que puede resultar esta forma de narrar. El ejemplo está tomado del cuento “Naturaleza muerta con odio”, de Mempo Giardinelli, de su libro Luminoso amarillo y otros cuentos:

       Usted no sabe lo que es el odio hasta que le cuentan esta historia. Hay una enorme tijera de jardinero en el aire, de esas de doble filo curvo y que tienen un resorte de acero en medio de la empuñadura, que de pronto queda suspendida, en el aire y en el relato. Es como una foto tirada en velocidad mil con diafragma completamente abierto. Clic y el mundo mismo está detenido en esa fracción de tiempo (p. 47).

Quedémonos así, momentáneamente detenidos, en vilo, con esa enorme tijera a medio camino. Ahora vamos hasta el último párrafo del mismo cuento:

(…) Ahora volvemos a la foto del comienzo. El diagrama de la cámara se cierra en la fracción de segundo en que la enorme tijera de jardinero que había quedado suspendida en el aire, y en el relato, cae sobre la espalda del hombre viejo y penetra en su carne, entre los hombros y el omóplato, con un ruido seco y feo como el de ramas que en la noche se quiebran bajo el peso de un caballo (p. 53).

La tijera ha caído, ha llegado al final de su mortífero viaje, pero en el primer fragmento nos han advertido acerca de esa fracción de tiempo detenida. Lo que ha ido del primer al último párrafo es una historia que ha sido posible por la ralentización en la manera de contar. El relleno, si se le puede llamar tan toscamente a lo que hay en la mitad de esa historia, es la carne misma del cuento, la sustancia, la fábula, ese algo que ha motivado el uso vengativo de una tijera, la escritura entre líneas.
En este caso, mediante el uso clásico de la tercera persona, aquello que en el universo posible de ese cuento demoraría apenas una milésima de segundo, a lo mucho ―el último instante en el recorrido de la tijera―, ha sido ensanchado hasta abarcar el tiempo que invertimos leyendo todo el cuento. El dramatismo de la acción ha pasado a un segundo plano porque de repente interesa llegar al origen de la situación.
Pensemos algunas situaciones narrativas susceptibles de trabajar:

·   Una mujer, elegantemente vestida, los ojos llorosos y una bolsa de viaje en las manos, está a punto de dar el último paso, el que va de la línea de advertencia del tren hasta la puerta del mismo. Su pie queda congelado en el aire y…
·   Unos chiquillos juegan a la pelota en un barrio humilde. Una bala toma el rumbo inesperado y viaja a gran velocidad. No obstante, se congela en el aire y…

Aceleración narrativa

Contrario al caso anterior, en esta técnica o manera de articular secuencias narrativas lo que el escritor hace es, mediante el uso de estrategias propias de la escritura y del cine, particularmente de la elipsis, condensar en poco espacio de escritura una enorme cantidad de acciones y escenas que, de otra manera, darían lugar a párrafos completos o páginas enteras. Esta técnica sirve, además, para propiciar en el lector la sensación de vida vertiginosa que puede o quiere llevar el héroe del cuento. Así, historia y ritmo convergen en esta decisión al punto de que, bien ejecutada, puede llegar a ser una virtud en la marca de estilo de un escritor determinado. Miremos el caso del cuento “Un jueves sin ti”, del escritor colombiano Óscar Humberto Godoy Barbosa, tomado del libro Cuentos del Tolima: Antología crítica:

                   Liliana dormía. Adoraba rodear la almohada con sus brazos y descolgar la cabeza sobre el colchón (…)
                   Carolina dormía boca arriba, con los brazos y piernas extendidas en cruz. Pensaba que la cama era toda para ella.
                   María José dormía de medio lado, justo al borde del abismo.
                   Milena se encogía como un bebé.
                   Sandra nunca se quedaba quieta.
     Y tú ya no regresaste. Al sexto día dejé a Laura sola en el cuarto y me bajé a hablar con el administrador (p. 248).

En este cuento, el personaje protagonista, innominado, le habla desde la segunda persona a una mujer, también innominada, de la que se ha enamorado a través de los quejidos. Durante dos jueves seguidos, él la ha escuchado gemir en el cuarto contiguo de un motel al que suele ir con amantes ocasionales. En esas dos noches ha logrado verla salir, atisbando desde la ventana, y ella le ha respondido con una mirada a partir de la cual se establece un pacto de concurrir todos los jueves al mismo lugar, como en la novela Intimidad, de Hanif Kureishi. Entonces, el tercer jueves, ella no aparece por el motel. Él extraña su presencia, al margen de que siempre está acompañado por una mujer distinta, y entonces viene el fragmento citado. La destreza de Godoy por compaginar el desespero, la desazón y la incertidumbre con una escritura que revele tales estados de ánimo, se consigue mediante frases cortas, punzantes, y arbitrarios saltos largos en el tiempo registrados a manera de elipsis, uno por cada frase. Hay tal aceleración narrativa y condensación del tiempo que en sólo siete oraciones se incluyen seis semanas de historia, cada una con una mujer distinta. Todo esto ―y aquí la virtud―, pone de presente la forma acelerada, desesperada, en que el personaje desea el regreso de aquella mujer.
Es decir, si la desaceleración narrativa es equivalente a la cámara lenta o al plano congelado del cine, la aceleración, por el contrario, se expresaría mejor mediante el uso reiterativo y consciente de la elipsis.

miércoles, 25 de julio de 2012

Visita a los Talleres Relata Cúcuta y Pamplona, julio 18 y 19 de 2012

 con el grupo Relata Cúcuta, dirigido por el poeta y narrador Manuel Iván Urbina, en el Banco de la República de Cúcuta

con el grupo Relata Pamplona, dirigido por la poeta Johanna Rozo, en la Universidad de Pamplona

En el Programa Radial  de Relata Pamplona, Universidad de Pamplona

En pleno Taller. Banco de la República de Cúcuta

En el programa radial de Relata Pamplona. Universidad de Pamplona 

En charla abierta al público sobre las poéticas del cuento. Banco de la República, en Cúcuta

Decálogo para cuentistas en apuros


Por: Betuel Bonilla Rojas

    1. Desconfíe siempre, pero siempre, de esos escritores de cuento que dicen a su vez desconfiar de la técnica. O son unos fracasados, y ese asunto de la técnica les llega sólo de oídas, o son unos fantoches a los que esa técnica de la que tanto abjuran les ha permitido hablar con mayúscula. Como artificio humano (techné la llamaban los griegos), es la técnica la que torna legible un cuento, la que permite, finalmente, el paso de la nada a la forma literaria conocida como cuento.

 2. Si no tiene nada que decir, si se halla como una playa sin agua que la visite, acuda nuevamente a Carver. Carver suele demostrarnos, incluso más que Chéjov, que aún en los hechos absolutamente cotidianos se hallan las semillas de excelentes cuentos. Hay que volver a leer “Parece una tontería” o “No son tu marido”. Es posible que de estos cuentos recibamos el pálpito que necesitamos para provocar nuestra imaginación de escritores necesitados.

 3. Dedíquese a demoler, con furia ciega, los cuentos de Poe, de Chéjov, de Quiroga, de Carver, de Rulfo, de Onetti, de Cortázar, de Salinger. Luego coja los pedacitos regados de cada uno de ellos, respire profundo, revuelva esos trocitos en un crisol esmaltado y saldrán, como por arte de magia, todos los cuentos que habitan la humanidad.

 4. Siga a un hombre ebrio y contrariado que llega hasta su casa, abre las puertas batientes de la cocina y pide a su esposa que le prepare unos huevos revueltos. Si a la atemorizada y sumisa esposa todo le sale bien para esta tarea, el cuento habrá fracasado (contar sucesos infinitamente felices no es muy propio del cuento). Si la cosa se complica por cualquiera de sus lados (no hay gas, no hay huevos, no hay fósforos), muy seguramente un cuento puede haber quedado perfilado. Digan lo que digan, es esa situación anormal la que origina que una historia cualquiera se asome a la forma del cuento.

   5. Procure no escribir cuentos mientras lee a Borges, a García Márquez, a Rulfo o a Cortázar. Descanse de escribir al menos seis meses después de su lectura. Luego de este tiempo prudente trate de olvidarlos, enciérrelos con llave en el lugar más seguro de su biblioteca y empiece a escribir los suyos. Hay tantos malos imitadores de ellos que la literatura no soporta ya uno más.

     6. El aliento vital, el elán que anima la escritura de un cuento, no se consigue dos veces. La primera escritura aporta la tensión e intensidad de la historia. Abandonar el cuento en la mitad de su escritura es correr el riesgo de no poder recuperar lo ya hecho, algo que no está en la palabra, ni en la técnica, sino en nuestra particular manera de respirar.

  7. No se preocupe si no consigue ser original. Más que la originalidad, en el cuento interesa el tono personal que logra imprimir el autor, y eso no siempre tiene que ver con la pureza de la idea primaria. Boccaccio fue mucho menos original que García Márquez, y García Márquez lo es menos que Cortázar o Ribeyro. La historia de la literatura está llena de saqueos que a veces se disimulan bajo la forma de homenajes. Puede ser que detrás de un espejo, hallado en la sala de un cuento de Mujica Láinez, halle el disparador para la creación de su cuento. No tema descorrer ese espejo para acceder al lugar secreto. Si allí está su cuento, tómelo y extráigalo. Hágalo suyo mediante su propia experiencia como ser humano. Mujica Láinez sabrá entenderlo.

    8. Lea con igual devoción a los clásicos y a sus contemporáneos. Poe y Chéjov también la pasaron difícil para llegar a ser los cuentistas que todos veneramos. A veces en un libro de cuentos nuevo suele esperarnos alguna joya oculta. Como en el trabajo de los mineros, el buen lector que debe ser todo escritor rebusca entre las profundidades de la tierra aquella joya que lo libere de apuros. Con las uñas aún sangrantes, el descubrimiento de un buen cuento para leer suele reemplazar en muchas ocasiones la vergüenza de muchos cuentos mal escritos.

     9. Perfilar de manera más o menos definitiva la voz que contará la historia que tenemos entre manos es la garantía mayor para lograr un cuento. Cuando el narrador aflora a la superficie, el relato ha quedado configurado. Muchos cuentos apenas imaginados se extravían en el laberinto de narradores no definidos de antemano.
    
   10. Siempre que tenga lo que se dice una buena historia entre manos, piense en la manera más simple de contarla, en cómo le gustaría a usted mismo oírla o verla escrita. Las complicaciones forzadas, eso que los franceses llaman tour de force, siempre terminan mal si no brotan de la exigencia misma de la historia. Hay tantos experimentos afortunados y desafortunados al respecto que no vale la pena correr el riesgo de malograr el cuento por ir detrás de lo imposible. Lea a Chéjov, una y otra vez, y entenderá la maravilla de la sencillez. Lea “La bromita”, o “Tristeza”, y verá cómo el ruso se las ingenia para hacer de la linealidad y el objetivismo una virtud.


¿Qué es un cuento? Acá va mi respuesta: Un cuento es un trozo de vida que se le roba a una realidad sensible, o a otro mundo probable, y que se vuelve una evidencia porque se proyecta en una situación narrativa concreta en la que uno o varios personajes (siempre los estrictamente necesarios), de la mano de una voz que los guía (que puede ser la propia), avanzan hacia un final en el que, por una u otra razón, se encuentran con una situación no prevista, o evitada por ellos mismos en todo o en alguna de sus partes. 

Visita como Escritor Asociado al Taller Entreletras, Villavicencio, junio 15 y 16 de 2012

 Con el Taller Entreletras, el maravilloso grupo de escritores que dirige el escritor Nayib Camacho

 En pleno taller

 En el momento de las correcciones

Aclarando inquietudes

jueves, 21 de junio de 2012

Leonora Carrington (1917-2011)

Incluido dentro de lo que Julio Cortázar llamó sus Cuentos inolvidables, "Conejos blancos" es una de esas piezas cortas que fascina por lo aterradoras, que nos envuelve en esa atmósfera delirante de olores nauseabundos y seres que se descomponen. Como en sus pinturas, algo no está en su lugar, algo no queda expuesto del todo. Una de las grandes maestras del cuento, sin duda alguna. 

Leonora Carrington nace el 6 de abril de 1917 en Chorley, Lancashire, Inglaterra. En 1936 ingresa en la academia Ozenfant de arte deLondres. Al año siguiente conoce a quien la introdujo indirectamente en el movimiento surrealista: el pintor alemán Max Ernst, a quien vuelve a encontrar en un viaje a París y con quien no tarda en establecer una relación sentimental. Durante su estancia en esa ciudad entra en contacto con el movimiento surrealista y convive con personajes notables del movimiento como Joan Miró y André Breton, así como con otros pintores que se reunían alrededor de la mesa del Café Les Deux Magots, como por ejemplo Pablo Picasso y Salvador Dalí. En 1938 escribe una obra de cuentos titulada La casa del miedo y participa junto con Max Ernst en la Exposición Internacional de Surrealismo en París y Ámsterdam. Previamente a la ocupación nazi de Francia, varios de los pintores del movimiento surrealista, incluida Leonora Carrington, se vuelven colaboradores activos del Kunstler Bund, movimiento subterráneo de intelectuales antifascistas. Leonora Carrington tenía solo 20 años cuando conoció a Max Ernst en Londres. Entonces el pintor ya contaba con 47 años y con bastante fama como surrealista. La gran diferencia de edad, el hecho de que Ernst además estaba casado, así como sus posiciones surrealistas radicales hacían que esta relación no contara con la anuencia del padre de Leonora. A pesar de ello, la pareja se reencontró en París y pronto se fueron a vivir a la provincia, al poblado de Saint-Martin-d'Ardèche, en una casa de campo que adquirieron en 1938. Hasta hoy se conserva en la fachada de esta casa un relieve que representa a la pareja y su juego de roles: «Loplop», el alter ego de Max Ernst, un animal alado fabuloso entre pájaro y estrella de mar y su «Desposada del Viento»: Leonora Carrington. La vida tranquila y feliz de la pareja en este sitio duró solo un año. En septiembre de 1939 Max Ernst fue declarado enemigo del régimen de Vichy. Tras su detención y prisión en el campo de Les Milles, Leonora sufre una desestabilización psíquica. Ante la inexorable invasión nazi, se ve además obligada a huir a España. Por gestión de su padre es internada en un hospital psiquiátrico deSantander. De este período la pintora guardará una marca indeleble, que afectará de manera decisiva su obra posterior. Leonora describe, en su obra autobiográfica (En bas) los pormenores de esta dramática historia. En 1941 escapa del hospital y arriba a la ciudad de Lisboa, donde encuentra refugio en la embajada de México. Allí conoce al escritor Renato Leduc, quien terminará ayudándola a emigrar. Ese mismo año contraen matrimonio y Leonora viaja a Nueva York. En 1942 emigra a México y en 1943 se divorcia de Renato Leduc. En México, la pintora restablece sus lazos con varios de sus colegas y amigos surrealistas en el exilio, quienes también se encuentran en ese país, tales como André Breton, Benjamin Péret, Alice Rahon, Wolfgang Paalen y la pintora Remedios Varo, con quien mantendrá una amistad particularmente duradera. Fue ganadora del Premio Nacional de Bellas Artes, otorgado por el gobierno de México en el 2005.Falleció a los 94 años en la Ciudad de México el 25 de mayo del 2011. 


El cuento "Conejos blancos" ha sido tomado del libro El séptimo caballo y otros cuentos, en la traducción de Francisco Torres Oliver para Siglo XXI Editores.

Conejos blancos, de Leonora Carrington


Conejos Blancos

Leonora Carrington

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada con sudor.
La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.
—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
—De carne en mal estado. Carne en descomposición.
—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
—¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a un “boudoir” decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautelosamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

miércoles, 20 de junio de 2012

Capacitación a Talleristas y Promotores de Clubes de Lectura, Ascun-RCN, junio 7 y 8 de 2012








Taller y conferencia, Arauca, junio 1 y 2 de 2012

Conferencia "El oficio del escritor", Arauca, junio 01 de 2012

Conferencia "El oficio del escritor", Arauca, junio 01 de 2012

Taller "Las decisiones narrativas", Arauca, junio 02 de 2012

Taller "Las decisiones narrativas", Arauca, junio 02 de 2012

Taller "Las decisiones narrativas", Arauca, junio 02 de 2012

Con los amigos del Taller "Arauca lee, escribe y cuenta", Arauca, junio 01 de 2012

                 Con los amigos del Taller "Arauca lee, escribe y cuenta", Arauca, junio 01 de 2012

miércoles, 15 de febrero de 2012

Única Mención de Honor en los Premios de Periodismo Reynaldo Matiz, 2012




En ceremonia realizada el día 9 de febrero de 2012, mi columna titulada "Lo que dije en una encuesta de Napoleón Franco", fue distinguida con la "Única Mención de Honor" en la categoría Mejor Columna de Opinión. Premiaron, dice el jurado, el humor negro y la buena escritura. La columna se publicó originalmente en este blog y luego en la página www.tusemanario.com. Debo decir que me divertí mucho escribiéndola, que aunque sabía que ese humor negro no era otra cosa que la frustración  reiterada de ver a este Huila siempre con los sueños derrumbados, pensar de forma hilarante en los políticos infames que da la tierrita, saber que desde la pluma se puede vengar en algo su desfachatez, me hizo muy feliz.