Betuel Bonilla Rojas
1. Desconfíe siempre, pero siempre, de esos escritores de cuento que dicen a su vez desconfiar de la técnica. O son unos fracasados, y ese asunto de la técnica les llega sólo de oídas, o son unos fantoches a los que esa técnica de la que tanto abjuran les ha permitido hablar con mayúscula. Como artificio humano (techné la llamaban los griegos), es la técnica la que torna legible un cuento, la que permite, finalmente, el paso de la nada a la forma literaria conocida como cuento.
2. Si no tiene nada que decir, si se halla como una playa sin agua que la visite, acuda nuevamente a Carver. Carver suele demostrarnos, incluso más que Chéjov, que aún en los hechos absolutamente cotidianos se hallan las semillas de excelentes cuentos. Hay que volver a leer “Parece una tontería” o “No son tu marido”. Es posible que de estos cuentos recibamos el pálpito que necesitamos para provocar nuestra imaginación de escritores necesitados.
3. Dedíquese a demoler, con furia ciega, los cuentos de Poe, de Chéjov, de Quiroga, de Carver, de Rulfo, de Onetti, de Cortázar, de Salinger. Luego coja los pedacitos regados de cada uno de ellos, respire profundo, revuelva esos trocitos en un crisol esmaltado y saldrán, como por arte de magia, todos los cuentos que habitan la humanidad.
4. Siga a un hombre ebrio y contrariado que llega hasta su casa, abre las puertas batientes de la cocina y pide a su esposa que le prepare unos huevos revueltos. Si a la atemorizada y sumisa esposa todo le sale bien para esta tarea, el cuento habrá fracasado (contar sucesos infinitamente felices no es muy propio del cuento). Si la cosa se complica por cualquiera de sus lados (no hay gas, no hay huevos, no hay fósforos), muy seguramente un cuento puede haber quedado perfilado. Digan lo que digan, es esa situación anormal la que origina que una historia cualquiera se asome a la forma del cuento.
5. Procure no escribir cuentos mientras lee a Borges, a García Márquez, a Rulfo o a Cortázar. Descanse de escribir al menos seis meses después de su lectura. Luego de este tiempo prudente trate de olvidarlos, enciérrelos con llave en el lugar más seguro de su biblioteca y empiece a escribir los suyos. Hay tantos malos imitadores de ellos que la literatura no soporta ya uno más.
6. El aliento vital, el elán que anima la escritura de un cuento, no se consigue dos veces. La primera escritura aporta la tensión e intensidad de la historia. Abandonar el cuento en la mitad de su escritura es correr el riesgo de no poder recuperar lo ya hecho, algo que no está en la palabra, ni en la técnica, sino en nuestra particular manera de respirar.
7. No se preocupe si no consigue ser original. Más que la originalidad, en el cuento interesa el tono personal que logra imprimir el autor, y eso no siempre tiene que ver con la pureza de la idea primaria. Boccaccio fue mucho menos original que García Márquez, y García Márquez lo es menos que Cortázar o Ribeyro. La historia de la literatura está llena de saqueos que a veces se disimulan bajo la forma de homenajes. Puede ser que detrás de un espejo, hallado en la sala de un cuento de Mujica Láinez, halle el disparador para la creación de su cuento. No tema descorrer ese espejo para acceder al lugar secreto. Si allí está su cuento, tómelo y extráigalo. Hágalo suyo mediante su propia experiencia como ser humano. Mujica Láinez sabrá entenderlo.
8. Lea con igual devoción a los clásicos y a sus contemporáneos. Poe y Chéjov también la pasaron difícil para llegar a ser los cuentistas que todos veneramos. A veces en un libro de cuentos nuevo suele esperarnos alguna joya oculta. Como en el trabajo de los mineros, el buen lector que debe ser todo escritor rebusca entre las profundidades de la tierra aquella joya que lo libere de apuros. Con las uñas aún sangrantes, el descubrimiento de un buen cuento para leer suele reemplazar en muchas ocasiones la vergüenza de muchos cuentos mal escritos.
9. Perfilar de manera más o menos definitiva la voz que contará la historia que tenemos entre manos es la garantía mayor para lograr un cuento. Cuando el narrador aflora a la superficie, el relato ha quedado configurado. Muchos cuentos apenas imaginados se extravían en el laberinto de narradores no definidos de antemano.
10. Siempre que tenga lo que se dice una buena historia entre manos, piense en la manera más simple de contarla, en cómo le gustaría a usted mismo oírla o verla escrita. Las complicaciones forzadas, eso que los franceses llaman tour de force, siempre terminan mal si no brotan de la exigencia misma de la historia. Hay tantos experimentos afortunados y desafortunados al respecto que no vale la pena correr el riesgo de malograr el cuento por ir detrás de lo imposible. Lea a Chéjov, una y otra vez, y entenderá la maravilla de la sencillez. Lea “La bromita”, o “Tristeza”, y verá cómo el ruso se las ingenia para hacer de la linealidad y el objetivismo una virtud.
1. Desconfíe siempre, pero siempre, de esos escritores de cuento que dicen a su vez desconfiar de la técnica. O son unos fracasados, y ese asunto de la técnica les llega sólo de oídas, o son unos fantoches a los que esa técnica de la que tanto abjuran les ha permitido hablar con mayúscula. Como artificio humano (techné la llamaban los griegos), es la técnica la que torna legible un cuento, la que permite, finalmente, el paso de la nada a la forma literaria conocida como cuento.
2. Si no tiene nada que decir, si se halla como una playa sin agua que la visite, acuda nuevamente a Carver. Carver suele demostrarnos, incluso más que Chéjov, que aún en los hechos absolutamente cotidianos se hallan las semillas de excelentes cuentos. Hay que volver a leer “Parece una tontería” o “No son tu marido”. Es posible que de estos cuentos recibamos el pálpito que necesitamos para provocar nuestra imaginación de escritores necesitados.
3. Dedíquese a demoler, con furia ciega, los cuentos de Poe, de Chéjov, de Quiroga, de Carver, de Rulfo, de Onetti, de Cortázar, de Salinger. Luego coja los pedacitos regados de cada uno de ellos, respire profundo, revuelva esos trocitos en un crisol esmaltado y saldrán, como por arte de magia, todos los cuentos que habitan la humanidad.
4. Siga a un hombre ebrio y contrariado que llega hasta su casa, abre las puertas batientes de la cocina y pide a su esposa que le prepare unos huevos revueltos. Si a la atemorizada y sumisa esposa todo le sale bien para esta tarea, el cuento habrá fracasado (contar sucesos infinitamente felices no es muy propio del cuento). Si la cosa se complica por cualquiera de sus lados (no hay gas, no hay huevos, no hay fósforos), muy seguramente un cuento puede haber quedado perfilado. Digan lo que digan, es esa situación anormal la que origina que una historia cualquiera se asome a la forma del cuento.
5. Procure no escribir cuentos mientras lee a Borges, a García Márquez, a Rulfo o a Cortázar. Descanse de escribir al menos seis meses después de su lectura. Luego de este tiempo prudente trate de olvidarlos, enciérrelos con llave en el lugar más seguro de su biblioteca y empiece a escribir los suyos. Hay tantos malos imitadores de ellos que la literatura no soporta ya uno más.
6. El aliento vital, el elán que anima la escritura de un cuento, no se consigue dos veces. La primera escritura aporta la tensión e intensidad de la historia. Abandonar el cuento en la mitad de su escritura es correr el riesgo de no poder recuperar lo ya hecho, algo que no está en la palabra, ni en la técnica, sino en nuestra particular manera de respirar.
7. No se preocupe si no consigue ser original. Más que la originalidad, en el cuento interesa el tono personal que logra imprimir el autor, y eso no siempre tiene que ver con la pureza de la idea primaria. Boccaccio fue mucho menos original que García Márquez, y García Márquez lo es menos que Cortázar o Ribeyro. La historia de la literatura está llena de saqueos que a veces se disimulan bajo la forma de homenajes. Puede ser que detrás de un espejo, hallado en la sala de un cuento de Mujica Láinez, halle el disparador para la creación de su cuento. No tema descorrer ese espejo para acceder al lugar secreto. Si allí está su cuento, tómelo y extráigalo. Hágalo suyo mediante su propia experiencia como ser humano. Mujica Láinez sabrá entenderlo.
8. Lea con igual devoción a los clásicos y a sus contemporáneos. Poe y Chéjov también la pasaron difícil para llegar a ser los cuentistas que todos veneramos. A veces en un libro de cuentos nuevo suele esperarnos alguna joya oculta. Como en el trabajo de los mineros, el buen lector que debe ser todo escritor rebusca entre las profundidades de la tierra aquella joya que lo libere de apuros. Con las uñas aún sangrantes, el descubrimiento de un buen cuento para leer suele reemplazar en muchas ocasiones la vergüenza de muchos cuentos mal escritos.
9. Perfilar de manera más o menos definitiva la voz que contará la historia que tenemos entre manos es la garantía mayor para lograr un cuento. Cuando el narrador aflora a la superficie, el relato ha quedado configurado. Muchos cuentos apenas imaginados se extravían en el laberinto de narradores no definidos de antemano.
10. Siempre que tenga lo que se dice una buena historia entre manos, piense en la manera más simple de contarla, en cómo le gustaría a usted mismo oírla o verla escrita. Las complicaciones forzadas, eso que los franceses llaman tour de force, siempre terminan mal si no brotan de la exigencia misma de la historia. Hay tantos experimentos afortunados y desafortunados al respecto que no vale la pena correr el riesgo de malograr el cuento por ir detrás de lo imposible. Lea a Chéjov, una y otra vez, y entenderá la maravilla de la sencillez. Lea “La bromita”, o “Tristeza”, y verá cómo el ruso se las ingenia para hacer de la linealidad y el objetivismo una virtud.
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