Betuel Bonilla: El arte del tallerista
Por Rigoberto Gil Montoya Universidad Tecnológica de Pereira
Tengo la sospecha de que son más los decálogos, los manuales, los inventarios, los textos programáticos escritos sobre el arte de escribir cuentos, que sobre el arte de escribir novelas. Y si esta sospecha resultara cierta, no haría sino subrayar la paradoja que compromete el arte de escribir literatura. Paradoja en el sentido de que si bien la brevedad es inherente a la estructura del cuento, no parece ser ella, sin embargo, la que acompaña al estudioso, al académico y en general a quienes consideran que escribir cuentos es un arte y que, como todo arte, se adquiere a través de la experiencia. Una experiencia que implica, además, reflexionar el conocimiento individual en el plano de una experiencia compartida, en la que, más allá de lo paradójico del hecho mismo de pensar la literatura, llegamos al ámbito de las contradicciones, de las fórmulas inútiles, de las frases célebres, de los sellos personales como estilo, de los consejos presuntuosos, de las epifanías indescifrables, en fin: llegamos al ámbito de un problema que cada escritor resuelve a su manera, comprometido, como está, con un oficio. ¿Y todo para qué? Para girar, de nuevo, en torno al cuento, una de cuyas virtudes y en la que parece existir un acuerdo tácito entre los implicados, es la brevedad.
Siempre que un autor me obliga a pensar en el cuento como un mundo que obedece a unas lógicas y cuya complejidad está, como el iceberg, en las profundidades mismas de un oficio, pienso de inmediato en Quiroga, porque pensar en él, es pensar en algo que también es breve: la tradición cuentística latinoamericana. Quiroga escribe su "Decálogo del perfecto cuentista" en 1928, es decir, en pleno auge de las vanguardias. En ese decálogo deja claro que la tradición del cuento está en el siglo XIX; que escribir cuentos es un arte difícil de dominar y que para aspirar a ello hay que pensar en el lenguaje como un instrumento difícil de emplear, mucho más cuando el artista es vulnerable en sus emociones y no está solo, porque en algún otro lugar está el lector, acechándolo. Quiroga sentencia que un cuento “es una novela depurada de ripios” y en esa sentencia, lo sabemos, cabe una de las obras mejor logradas en nuestro ámbito: la del cuentista Borges, novelista depurado, en virtud de lo que el poeta ya sabía en 1932, cuando se resuelve agudo crítico en “El escritor argentino y la tradición”.
Dos décadas después, un joven de la costa Caribe colombiana empieza a escribir sus primeros cuentos, uno de los cuales, “La mujer que llegaba a las seis”, es publicado por segunda vez en El Espectador de Bogotá en 1952, acompañado de una nota, una “Autocrítica”, en la que García Márquez toma distancia de su obra, se refiere a las debilidades que encuentra en ella, al tipo de lenguaje, muy estetizado para su gusto, que emplea el personaje central, al hecho de que pretendió, sin lograrlo, escribir un cuento policiaco y a las deudas que admite con Hemingway al imitarlo. Entre Quiroga y García Márquez, la noción de cuento como género artístico toma cuerpo latinoamericano y a partir de allí ese cuerpo se multiplica. De esa multiplicidad trata El arte del cuento, la más reciente obra del escritor huilense Betuel Bonilla Rojas.
Si el hecho de contar deviene arte, no lo es menos el hecho de reflexionar. A partir de una experiencia como profesor y tallerista del programa Renata del Ministerio de Cultura, pero, en especial como cultor del género, en el que ha recibido premios y distinciones, Betuel Bonilla explora el universo del cuento y se atreve a hacerlo desde sus márgenes, sin ocultar las conjeturas que son propias del investigador y las subjetividades que son propias del artista. Entre una y otra afloran las deudas de un lector agradecido que entiende la cita como parte de un diálogo íntimo y la apelación al magister dixit como parte de una honesta labor intelectual. Al fin y al cabo, en escribir un buen cuento, confiesa el escritor, “se nos va nuestra vida”: la vida del lector y la del artista, ese Jekyll y Hyde que vislumbran, en un cuerpo desdoblado, el sentido en el alma misteriosa de lo estético.
Si algo queda explícito en El arte del cuento es que ese universo es complejo y difícil de recorrer, tanto por los múltiples mecanismos que compromete la labor consciente de escribir un cuento, como por la gama de experiencias que los cultores del género despliegan en sus opiniones y en sus propios textos. De los mecanismos se ocupa ampliamente en la primera parte del libro y de las experiencias se ocupa al final, a través de una serie de poéticas suscritas por autores de varios países, nueve de las cuales son la novedad de este libro. Con un tono entre coloquial y académico, surge un nosotros que genera la confianza de quien desea compartir, sobre todo, una experiencia de lectura y, unida a ella, un ejercicio de escritura, propuesto a través de amenos y creativos talleres, donde se advierte, sin duda, la experiencia del escritor Bonilla como docente. Porque de eso trata este libro: de divulgar la experiencia de lectura de un intelectual y la experiencia docente de un buen escritor. Ambas experiencias derivan en un trabajo sistemático que invoca un lector atento a los procesos de escritura, a la vez que busca generar una actitud menos espontánea en quien un día, por voluntad propia o estímulo de grupo, se da a la tarea de construir un cuento, es decir, se da a la tarea de hacer Taller.
Quiero comprender este libro en doble vía: como un texto tutelar o como un texto disuasivo. El tutelar acerca a todo tipo de lector-autor a un conocimiento hondo de los elementos que están en juego en la narración: desde los distintos puntos de vista, los tipos de personajes, las formas del diálogo, hasta elementos casi imperceptibles que llenan de sentido los ambientes y atmósferas que rodean el cuento. Siempre será ganancia saber diferenciar a un narrador que construye su mundo desde una primera persona del plural, de un narrador que lo hace desde la tercera persona, en su carácter de omnisciencia. Entre uno y otro narrador y pensando en las intenciones profundas del autor, sucede el mundo, un prisma ideológico, una manera de ver.
La otra vía, la de la disuasión, le muestra al lector y a quien pretende escribir que nada más ajeno al hecho de la literatura que la espontaneidad y la inspiración. Ellas por sí solas no garantizan el ejercicio de la escritura, como tampoco el conocimiento de la técnica garantiza que se llegue a escribir un buen cuento. De ahí la importancia de las poéticas como la síntesis de una experiencia que los escritores desean compartir. Para Roberto Rubiano, por ejemplo, “Escribir literatura es un oficio que se aprende”. Para Laura Massolo “La vida está hecha de relaciones y la tendencia natural del razonamiento es la búsqueda de la lógica. La literatura, en cambio, debe tender a la ruptura de toda lógica”. Para Juan Gabriel Vásquez “Un buen cuentista debe ser, por las características mismas del género, un estilista brillante (…), un observador agudo y un arquitecto virtuoso”. En sus poéticas resuenan las voces de sus maestros, las huellas de una búsqueda que los obliga a desprenderse de sus mundos privados, para explorar otros y regresar con más conocimiento del universo. El lector de este libro, El arte del cuento, verá nutrido su mundo con la escuela y vivencia de los otros. Si escribir literatura es un acto solitario, reflexionar en torno a ella es un acto de responsabilidad social, donde lectores y autores ganamos por partida doble.
Cada escritor de los escogidos por Betuel Bonilla aventura una idea de cuento y explora, a su modo, ese universo del cual es apenas una partícula, en medio de grandes satélites naturales: Chejov, Carver, Onetti, Cheever, Cortázar, Hemingway, Borges. Cada uno muestra sus preferencias por unos autores, su rigor frente al género a través del anuncio de un catálogo ideal, la defensa de un orden poético. Narra, además, anécdotas de otros cuentistas y nutre, con sus miradas, lo que sería un diálogo de tradiciones. De las poéticas se desprende un compromiso con el género mismo y una permanente insatisfacción, que mueve al escritor a ser más riguroso frente a un arte que configura, como expresara Quiroga, “una cima inaccesible. No sueñes en dominarla”, decía.
Tanto las reflexiones de los cuentistas, como la sistematización que Betuel Bonilla elabora de los mecanismos internos del cuento, constituyen un gran referente para nuestro medio, tan débil en el ejercicio de la crítica literaria y tan proclive a menospreciar el sentido de los textos programáticos. Recuérdese que la falta de estos textos nos dejó a un lado del fenómeno vanguardista latinoamericano, a pesar de la renovación emprendida por Vidales y de Greiff en poesía y por Tejada en periodismo. Por eso el esfuerzo de Betuel por interrogar, sistematizar y delinear unas poéticas, cobra mayor valor cuando en su libro encontramos las posturas estéticas de autores tan jóvenes como Albeiro Arciniegas, Pilar Quintana, Antonio García, Pablo Ramos y Juan Gabriel Vásquez, frente a las posturas estéticas de los maestros: Ricardo Piglia, Roberto Rubiano y Ana María Shua.
Es cierto: escribir un buen cuento es todo un arte; saber cómo lograrlo, todo un misterio. A veces se necesitan luces, consejos, pequeños trucos, una voz amiga que nos indique la salida, una voz ecuánime que nos invite a desistir. El arte del cuento de Betuel Bonilla, es uno de esos libros que despeja, en parte, uno de los senderos de ese gran jardín de senderos que se bifurcan. Con este libro recordamos que aún pervive la dulce voz de Scherezada en cada madrugada, mientras el verdugo pospone, obnubilado, la sentencia a muerte.
Betuel Bonilla Rojas. El arte del cuento. Reflexiones, ejercicios, entrevistas, nuevas poéticas. Bogotá, Trilce Ediciones, 2009.
16 Feria del Libro del Pacífico
Cali, Octubre 17 de 2010
Por Rigoberto Gil Montoya Universidad Tecnológica de Pereira
Tengo la sospecha de que son más los decálogos, los manuales, los inventarios, los textos programáticos escritos sobre el arte de escribir cuentos, que sobre el arte de escribir novelas. Y si esta sospecha resultara cierta, no haría sino subrayar la paradoja que compromete el arte de escribir literatura. Paradoja en el sentido de que si bien la brevedad es inherente a la estructura del cuento, no parece ser ella, sin embargo, la que acompaña al estudioso, al académico y en general a quienes consideran que escribir cuentos es un arte y que, como todo arte, se adquiere a través de la experiencia. Una experiencia que implica, además, reflexionar el conocimiento individual en el plano de una experiencia compartida, en la que, más allá de lo paradójico del hecho mismo de pensar la literatura, llegamos al ámbito de las contradicciones, de las fórmulas inútiles, de las frases célebres, de los sellos personales como estilo, de los consejos presuntuosos, de las epifanías indescifrables, en fin: llegamos al ámbito de un problema que cada escritor resuelve a su manera, comprometido, como está, con un oficio. ¿Y todo para qué? Para girar, de nuevo, en torno al cuento, una de cuyas virtudes y en la que parece existir un acuerdo tácito entre los implicados, es la brevedad.
Siempre que un autor me obliga a pensar en el cuento como un mundo que obedece a unas lógicas y cuya complejidad está, como el iceberg, en las profundidades mismas de un oficio, pienso de inmediato en Quiroga, porque pensar en él, es pensar en algo que también es breve: la tradición cuentística latinoamericana. Quiroga escribe su "Decálogo del perfecto cuentista" en 1928, es decir, en pleno auge de las vanguardias. En ese decálogo deja claro que la tradición del cuento está en el siglo XIX; que escribir cuentos es un arte difícil de dominar y que para aspirar a ello hay que pensar en el lenguaje como un instrumento difícil de emplear, mucho más cuando el artista es vulnerable en sus emociones y no está solo, porque en algún otro lugar está el lector, acechándolo. Quiroga sentencia que un cuento “es una novela depurada de ripios” y en esa sentencia, lo sabemos, cabe una de las obras mejor logradas en nuestro ámbito: la del cuentista Borges, novelista depurado, en virtud de lo que el poeta ya sabía en 1932, cuando se resuelve agudo crítico en “El escritor argentino y la tradición”.
Dos décadas después, un joven de la costa Caribe colombiana empieza a escribir sus primeros cuentos, uno de los cuales, “La mujer que llegaba a las seis”, es publicado por segunda vez en El Espectador de Bogotá en 1952, acompañado de una nota, una “Autocrítica”, en la que García Márquez toma distancia de su obra, se refiere a las debilidades que encuentra en ella, al tipo de lenguaje, muy estetizado para su gusto, que emplea el personaje central, al hecho de que pretendió, sin lograrlo, escribir un cuento policiaco y a las deudas que admite con Hemingway al imitarlo. Entre Quiroga y García Márquez, la noción de cuento como género artístico toma cuerpo latinoamericano y a partir de allí ese cuerpo se multiplica. De esa multiplicidad trata El arte del cuento, la más reciente obra del escritor huilense Betuel Bonilla Rojas.
Si el hecho de contar deviene arte, no lo es menos el hecho de reflexionar. A partir de una experiencia como profesor y tallerista del programa Renata del Ministerio de Cultura, pero, en especial como cultor del género, en el que ha recibido premios y distinciones, Betuel Bonilla explora el universo del cuento y se atreve a hacerlo desde sus márgenes, sin ocultar las conjeturas que son propias del investigador y las subjetividades que son propias del artista. Entre una y otra afloran las deudas de un lector agradecido que entiende la cita como parte de un diálogo íntimo y la apelación al magister dixit como parte de una honesta labor intelectual. Al fin y al cabo, en escribir un buen cuento, confiesa el escritor, “se nos va nuestra vida”: la vida del lector y la del artista, ese Jekyll y Hyde que vislumbran, en un cuerpo desdoblado, el sentido en el alma misteriosa de lo estético.
Si algo queda explícito en El arte del cuento es que ese universo es complejo y difícil de recorrer, tanto por los múltiples mecanismos que compromete la labor consciente de escribir un cuento, como por la gama de experiencias que los cultores del género despliegan en sus opiniones y en sus propios textos. De los mecanismos se ocupa ampliamente en la primera parte del libro y de las experiencias se ocupa al final, a través de una serie de poéticas suscritas por autores de varios países, nueve de las cuales son la novedad de este libro. Con un tono entre coloquial y académico, surge un nosotros que genera la confianza de quien desea compartir, sobre todo, una experiencia de lectura y, unida a ella, un ejercicio de escritura, propuesto a través de amenos y creativos talleres, donde se advierte, sin duda, la experiencia del escritor Bonilla como docente. Porque de eso trata este libro: de divulgar la experiencia de lectura de un intelectual y la experiencia docente de un buen escritor. Ambas experiencias derivan en un trabajo sistemático que invoca un lector atento a los procesos de escritura, a la vez que busca generar una actitud menos espontánea en quien un día, por voluntad propia o estímulo de grupo, se da a la tarea de construir un cuento, es decir, se da a la tarea de hacer Taller.
Quiero comprender este libro en doble vía: como un texto tutelar o como un texto disuasivo. El tutelar acerca a todo tipo de lector-autor a un conocimiento hondo de los elementos que están en juego en la narración: desde los distintos puntos de vista, los tipos de personajes, las formas del diálogo, hasta elementos casi imperceptibles que llenan de sentido los ambientes y atmósferas que rodean el cuento. Siempre será ganancia saber diferenciar a un narrador que construye su mundo desde una primera persona del plural, de un narrador que lo hace desde la tercera persona, en su carácter de omnisciencia. Entre uno y otro narrador y pensando en las intenciones profundas del autor, sucede el mundo, un prisma ideológico, una manera de ver.
La otra vía, la de la disuasión, le muestra al lector y a quien pretende escribir que nada más ajeno al hecho de la literatura que la espontaneidad y la inspiración. Ellas por sí solas no garantizan el ejercicio de la escritura, como tampoco el conocimiento de la técnica garantiza que se llegue a escribir un buen cuento. De ahí la importancia de las poéticas como la síntesis de una experiencia que los escritores desean compartir. Para Roberto Rubiano, por ejemplo, “Escribir literatura es un oficio que se aprende”. Para Laura Massolo “La vida está hecha de relaciones y la tendencia natural del razonamiento es la búsqueda de la lógica. La literatura, en cambio, debe tender a la ruptura de toda lógica”. Para Juan Gabriel Vásquez “Un buen cuentista debe ser, por las características mismas del género, un estilista brillante (…), un observador agudo y un arquitecto virtuoso”. En sus poéticas resuenan las voces de sus maestros, las huellas de una búsqueda que los obliga a desprenderse de sus mundos privados, para explorar otros y regresar con más conocimiento del universo. El lector de este libro, El arte del cuento, verá nutrido su mundo con la escuela y vivencia de los otros. Si escribir literatura es un acto solitario, reflexionar en torno a ella es un acto de responsabilidad social, donde lectores y autores ganamos por partida doble.
Cada escritor de los escogidos por Betuel Bonilla aventura una idea de cuento y explora, a su modo, ese universo del cual es apenas una partícula, en medio de grandes satélites naturales: Chejov, Carver, Onetti, Cheever, Cortázar, Hemingway, Borges. Cada uno muestra sus preferencias por unos autores, su rigor frente al género a través del anuncio de un catálogo ideal, la defensa de un orden poético. Narra, además, anécdotas de otros cuentistas y nutre, con sus miradas, lo que sería un diálogo de tradiciones. De las poéticas se desprende un compromiso con el género mismo y una permanente insatisfacción, que mueve al escritor a ser más riguroso frente a un arte que configura, como expresara Quiroga, “una cima inaccesible. No sueñes en dominarla”, decía.
Tanto las reflexiones de los cuentistas, como la sistematización que Betuel Bonilla elabora de los mecanismos internos del cuento, constituyen un gran referente para nuestro medio, tan débil en el ejercicio de la crítica literaria y tan proclive a menospreciar el sentido de los textos programáticos. Recuérdese que la falta de estos textos nos dejó a un lado del fenómeno vanguardista latinoamericano, a pesar de la renovación emprendida por Vidales y de Greiff en poesía y por Tejada en periodismo. Por eso el esfuerzo de Betuel por interrogar, sistematizar y delinear unas poéticas, cobra mayor valor cuando en su libro encontramos las posturas estéticas de autores tan jóvenes como Albeiro Arciniegas, Pilar Quintana, Antonio García, Pablo Ramos y Juan Gabriel Vásquez, frente a las posturas estéticas de los maestros: Ricardo Piglia, Roberto Rubiano y Ana María Shua.
Es cierto: escribir un buen cuento es todo un arte; saber cómo lograrlo, todo un misterio. A veces se necesitan luces, consejos, pequeños trucos, una voz amiga que nos indique la salida, una voz ecuánime que nos invite a desistir. El arte del cuento de Betuel Bonilla, es uno de esos libros que despeja, en parte, uno de los senderos de ese gran jardín de senderos que se bifurcan. Con este libro recordamos que aún pervive la dulce voz de Scherezada en cada madrugada, mientras el verdugo pospone, obnubilado, la sentencia a muerte.
Betuel Bonilla Rojas. El arte del cuento. Reflexiones, ejercicios, entrevistas, nuevas poéticas. Bogotá, Trilce Ediciones, 2009.
16 Feria del Libro del Pacífico
Cali, Octubre 17 de 2010
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