Viaje al país de Liliput
Por Betuel Bonilla Rojas
Una de las imágenes más sobrecogedoras de la literatura infantil, por llamar de alguna manera a este invento editorial, es la de Gulliver, sujeto por un coro de liliputienses con delgadas y potentes hebras. Más o menos eso sentí cuando me invitaron a la Feria Cultural y Literaria de la Institución Educativa Güipas y Chavos. Me liga a esta Institución la alegría inmensa de saber que todos los avances afectivos, espirituales e intelectuales de mi hija Gabriela proceden de allí, del rigor, del empeño y de la enjundia de unos directivos y un equipo de docentes altamente cualificados para el noble y difícil arte de educar niños.
Entonces, sin vacilarlo, acepté la solicitud de ir a dialogar. En un país en el que la intolerancia es la comidilla diaria, dialogar siempre nos hará más amigos de los otros. Pero ocurre que el diálogo con niños, como en la metáfora de la moneda que entra al océano, el rumbo de los temas es lo más inesperado. Ya ha ocurrido otras veces. Y allí estaban. Había liliputienses de a de veras, de esos que de tan pequeños parecen invisibles y que hay que buscar bajo las enaguas de las profesoras, y otros a los que se les notaba que el uniforme infantil empezaba ya a quedarles apretado.
Daba miedo. Yo era un escritor y ellos esperaban ansiosamente que ese ser que estaba próximo, sentado justo enfrente, colmara las expectativas de aquellos cuentos que tanto los habían asombrado. Tamaño reto. Mi hija Gabriela había escrito ya un bello cuento sobre gusanitos y yo sabía que detrás de ese primer experimento literario estaba la mano de una maestra que les había enseñado desde muy temprano a deleitarse con la maravilla que significa la palabra escrita.
La Directora de la Institución abrió el conversatorio con tres escritores huilenses ―no sabía si los otros dos compartían mi temor― y ya no había forma de echar marcha atrás. El escritor argentino Jorge Luis Borges afirmaba que no hay nada tan serio como los juegos de los niños, que entre ellos es donde mejor circula la fe en la ficción. Así que adelante. Las preguntas, pensaba yo, podrían oscilar entre los años que tengo y lo que me pueda imaginar estar haciendo a la edad de sesenta años. Así de cruel es la cosa. Los niños tienen la inmensa ventaja de no creer que la piedad sea algo natural al ser humano. Hacen lo que hacen y creen ciegamente que están haciendo lo mejor.
Efectivamente, en las preguntas hubo de todo. Hubo preguntas de esas que cualquier periodista audaz envidiaría, tipo: “¿En qué momento decidió escribir?”. Llevo toda mi vida pensando en esto y aún no logro aclararlo. Pero una respuesta así sonaría demasiado intelectual. No, los niños quieren oír cómo sucedió, y no necesitan disculpas. Y si a un niño no se le da lo que él quiere, patea la lonchera sin medir consecuencias y nos manda al “chiras", como decía mi abuela. No hay nada tan preocupante, pero la vez tan justo y tan sincero, como el bostezo de un niño. Inventé algo y no bostezaron. Creo, en realidad lo creo, que cuando hablé desperté algunas sonrisas. Y cuando un niño sonríe es como si el cielo se nos hubiera venido encima.
Yo también sonreí, y me sentí niño otra vez, quién lo creyera. Porque en un nombre tan bello como Güipas y Chavos lo mejor que uno puede hacer es abandonar el ridículo mundo de los adultos, ponerse el disfraz de niño y entrar en esa fiesta, en esa bella fiesta.
Mil gracias por invitarme.
Por Betuel Bonilla Rojas
Una de las imágenes más sobrecogedoras de la literatura infantil, por llamar de alguna manera a este invento editorial, es la de Gulliver, sujeto por un coro de liliputienses con delgadas y potentes hebras. Más o menos eso sentí cuando me invitaron a la Feria Cultural y Literaria de la Institución Educativa Güipas y Chavos. Me liga a esta Institución la alegría inmensa de saber que todos los avances afectivos, espirituales e intelectuales de mi hija Gabriela proceden de allí, del rigor, del empeño y de la enjundia de unos directivos y un equipo de docentes altamente cualificados para el noble y difícil arte de educar niños.
Entonces, sin vacilarlo, acepté la solicitud de ir a dialogar. En un país en el que la intolerancia es la comidilla diaria, dialogar siempre nos hará más amigos de los otros. Pero ocurre que el diálogo con niños, como en la metáfora de la moneda que entra al océano, el rumbo de los temas es lo más inesperado. Ya ha ocurrido otras veces. Y allí estaban. Había liliputienses de a de veras, de esos que de tan pequeños parecen invisibles y que hay que buscar bajo las enaguas de las profesoras, y otros a los que se les notaba que el uniforme infantil empezaba ya a quedarles apretado.
Daba miedo. Yo era un escritor y ellos esperaban ansiosamente que ese ser que estaba próximo, sentado justo enfrente, colmara las expectativas de aquellos cuentos que tanto los habían asombrado. Tamaño reto. Mi hija Gabriela había escrito ya un bello cuento sobre gusanitos y yo sabía que detrás de ese primer experimento literario estaba la mano de una maestra que les había enseñado desde muy temprano a deleitarse con la maravilla que significa la palabra escrita.
La Directora de la Institución abrió el conversatorio con tres escritores huilenses ―no sabía si los otros dos compartían mi temor― y ya no había forma de echar marcha atrás. El escritor argentino Jorge Luis Borges afirmaba que no hay nada tan serio como los juegos de los niños, que entre ellos es donde mejor circula la fe en la ficción. Así que adelante. Las preguntas, pensaba yo, podrían oscilar entre los años que tengo y lo que me pueda imaginar estar haciendo a la edad de sesenta años. Así de cruel es la cosa. Los niños tienen la inmensa ventaja de no creer que la piedad sea algo natural al ser humano. Hacen lo que hacen y creen ciegamente que están haciendo lo mejor.
Efectivamente, en las preguntas hubo de todo. Hubo preguntas de esas que cualquier periodista audaz envidiaría, tipo: “¿En qué momento decidió escribir?”. Llevo toda mi vida pensando en esto y aún no logro aclararlo. Pero una respuesta así sonaría demasiado intelectual. No, los niños quieren oír cómo sucedió, y no necesitan disculpas. Y si a un niño no se le da lo que él quiere, patea la lonchera sin medir consecuencias y nos manda al “chiras", como decía mi abuela. No hay nada tan preocupante, pero la vez tan justo y tan sincero, como el bostezo de un niño. Inventé algo y no bostezaron. Creo, en realidad lo creo, que cuando hablé desperté algunas sonrisas. Y cuando un niño sonríe es como si el cielo se nos hubiera venido encima.
Yo también sonreí, y me sentí niño otra vez, quién lo creyera. Porque en un nombre tan bello como Güipas y Chavos lo mejor que uno puede hacer es abandonar el ridículo mundo de los adultos, ponerse el disfraz de niño y entrar en esa fiesta, en esa bella fiesta.
Mil gracias por invitarme.
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