lunes, 5 de octubre de 2009

Hijos

Betuel Bonilla Rojas
No podemos evitarlo. Es algo que supera nuestra razón, nuestra necesidad de reposo. Un día estamos dormidos y despertamos sobresaltados. Vamos hasta su cuarto y allí están, descansando, apaciblemente puestas sus cabezas sobre la almohada. Encendemos la luz y miramos que todo esté bien: el mosquitero templado, cubriéndolos de pies a cabeza; ningún zancudo zumbando; que los brazos no se les descuelguen de las camas; que la cabeza esté bien acomodada; que puedan respirar. Luego nos vamos, procurando no hacer ruido, y una hora más tarde estamos de vuelta, repitiendo la faena con enfermiza obstinación. Cuando nos marchamos, cada vez, sonreímos en la soledad y dormimos satisfechos por el deber cumplido. Cualquier otro día volvemos a despertarnos, bocarriba y con los brazos en cruz sobre el pecho, presionándolo. Llamamos a nuestros hijos y les preguntamos que si todo va bien. Nos contestan que sí, que todo bien, que uno está en el colegio, como de costumbre, y el otro en la universidad, en su rutina de parciales, diálogos de pasillo y nuevos amigos. No hay nada anormal en sus voces, nada que presagie un decaimiento, una enfermedad, una melancolía. Insisten en que están bien, con sus amigos, con su fútbol, con las mujeres que ya empiezan a despertarles la atención. Después de tres llamadas nos contestan con voz seca, grave, y sabemos que nos hemos excedido, que tanto cuidado termina por cansarlos. Intentamos volver a preguntar pero pensamos en el pudor, en las nostalgias de los mayores.
Son nuestros hijos, nuestras preocupaciones, nuestras alegrías, nuestras esperanzas. A veces no resultan ser como queríamos; sin embargo, aun con todos sus pequeños defectos, siguen siendo perfectos, maravillosos (la genética se suele dar sus caprichos); a veces, también, no somos lo que ellos querían (el azar se suele dar sus caprichos). Tal vez olvidamos patear un balón en su compañía, o salir a pasear en bicicleta, o atender sus insinuaciones de aquellos que requieren con urgencia hablar de la muchachita de ojos verdes que les quita el sueño. Andamos ocupados en nuestras insulsas diligencias de adultos desprovistos de sonrisa. Todo queda aplazado para mañana, para la otra semana, para el otro mes. Y ellos, como jóvenes que son, viven instalados en el presente, un presente que para nosotros es efímero pasado.
Queremos que sean grandes, que nos superen con creces. Animamos sus talentos y son nuestro orgullo, nuestra vida.

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